Sesenta y uno
Necesito un ritual. Uno en el que pueda pasar mis manos para cubrir mi rostro, oprimir mi frente, tapar mis ojos, tocarme varias veces la cabeza; arrodillarme, detenerme frente a un muro, tocarlo apenas con mi nariz, mis labios y mi vientre y sentir la ventaja de que la piedra prosiga ahí. Un ritual donde cubra mi boca o que a horcajadas imite un sonido milenario. O describir movimientos bien planeados en el que cada uno alivie mi estupor, algunos movimientos que reclamen por el padecimiento de revelaciones o imágenes antiguas, el misterio, la condena de la individualidad, la raza, la especie, cuando parte de mi, en otra individualidad, experimentaba una expansión ante la realidad intolerable, violenta, de sumisiones obligatorias y ejecuciones disciplinarias; un movimiento que repita ceremoniosamente las grandes penurias que informa mi cuerpo que sufrieron los incontables cuerpos de los que provengo.
Necesito un ritual que me inicie, día tras día, al agradecimiento, al servicio, al trabajo, a la defensa de mi ciudad y de dos o tres principios políticos inamovibles. Un ritual le daría consistencia a mi vida diaria plagada de luces artificiales, de simulaciones bien cuadradas y con ello retornaría a los alivios de la oración, del rezo de la indescriptible humildad que nos favorece.
Necesito mis ceremonias al amanecer, mis abluciones y saludos a esta misteriosa cotidianeidad, a mis hijos y a las personas que aún no he hallado en toda clase de conflictos y encuentros que vendrán. Quiero agradecer estas dificultades y alivios; apaciguar mi temor y mi horror ante la inmensidad que soy, que cada quien es. Quiero un libro ritual, excesivamente leído, al que pueda recurrir para reunirme con tradiciones, con prejuicios, con dogmas y visiones reducidas y simples de la ética. Quiero un objeto ritual en el cual pueda reiterar y repetir imágenes de calvarios, de ruegos, de consuelos y llamadas. Un pan duro con miel, con aceite, agua, alguna bebida discreta.
Poner mi frente en el suelo, colocarme al amanecer ante el sol, tocar los pies de las personas que amo antes de que despierten y agradecer que les guste mi presencia, mi necesidad de ellos, mis propios y comunes rituales domésticos. Una vela, un mantenerse despierto, vivir conmocionado: tener una vara, ropa sencilla, comer semillas, mantenerme limpio. Un ritual que me sostenga, me ampare de este inconmensurable, incognoscible e inabordable, y a veces, intolerable concepto de estar vivo, de ser. Quiero tener a mi disposición por las mañanas, en una vasija vegetal, granos de sal y aceite, tomar un poco para ponerlo en la punta de mi lengua, susurrar algo importante, gustar del desprendimiento de mis padres, de la lejanía de mis hermanos por esta conflagración mental; gozar de los desconocidos y sus pláticas, sus necesidades y repugnancias; de las dificultades de la convivencia con los seres amados. Me haré un ritual mínimo, tendré una vara recogida de la poda institucional y haré con ella un bastón para dirimir nuestra consistencia y tocar con su punta mis muebles, mis pies y el techo de mi pequeña y suficiente casa. Tal vez me compre un anillo de acero, una joya falsa, una tela preciosa para compensar mi dolor ateo.
No puedo tener dioses pero si un ritual para sentir el calor de mis manos en mis ojos y degustar esta sensación de vida, de tiempo, de afecto y luz antes que la muerte, lo muerto, me ocupe.
Tal vez elija una serie de posturas, respiraciones profundas, invente nombres, escoja un día del año, tenga una piedra volcánica, un trozo de cuero, uno de metal y ver sobre mi mesa un cirio encendido después de dar una vuelta canina en el lugar en el que vivo.
Necesito un ritual. Uno en el que pueda pasar mis manos para cubrir mi rostro, oprimir mi frente, tapar mis ojos, tocarme varias veces la cabeza; arrodillarme, detenerme frente a un muro, tocarlo apenas con mi nariz, mis labios y mi vientre y sentir la ventaja de que la piedra prosiga ahí. Un ritual donde cubra mi boca o que a horcajadas imite un sonido milenario. O describir movimientos bien planeados en el que cada uno alivie mi estupor, algunos movimientos que reclamen por el padecimiento de revelaciones o imágenes antiguas, el misterio, la condena de la individualidad, la raza, la especie, cuando parte de mi, en otra individualidad, experimentaba una expansión ante la realidad intolerable, violenta, de sumisiones obligatorias y ejecuciones disciplinarias; un movimiento que repita ceremoniosamente las grandes penurias que informa mi cuerpo que sufrieron los incontables cuerpos de los que provengo.
Necesito un ritual que me inicie, día tras día, al agradecimiento, al servicio, al trabajo, a la defensa de mi ciudad y de dos o tres principios políticos inamovibles. Un ritual le daría consistencia a mi vida diaria plagada de luces artificiales, de simulaciones bien cuadradas y con ello retornaría a los alivios de la oración, del rezo de la indescriptible humildad que nos favorece.
Necesito mis ceremonias al amanecer, mis abluciones y saludos a esta misteriosa cotidianeidad, a mis hijos y a las personas que aún no he hallado en toda clase de conflictos y encuentros que vendrán. Quiero agradecer estas dificultades y alivios; apaciguar mi temor y mi horror ante la inmensidad que soy, que cada quien es. Quiero un libro ritual, excesivamente leído, al que pueda recurrir para reunirme con tradiciones, con prejuicios, con dogmas y visiones reducidas y simples de la ética. Quiero un objeto ritual en el cual pueda reiterar y repetir imágenes de calvarios, de ruegos, de consuelos y llamadas. Un pan duro con miel, con aceite, agua, alguna bebida discreta.
Poner mi frente en el suelo, colocarme al amanecer ante el sol, tocar los pies de las personas que amo antes de que despierten y agradecer que les guste mi presencia, mi necesidad de ellos, mis propios y comunes rituales domésticos. Una vela, un mantenerse despierto, vivir conmocionado: tener una vara, ropa sencilla, comer semillas, mantenerme limpio. Un ritual que me sostenga, me ampare de este inconmensurable, incognoscible e inabordable, y a veces, intolerable concepto de estar vivo, de ser. Quiero tener a mi disposición por las mañanas, en una vasija vegetal, granos de sal y aceite, tomar un poco para ponerlo en la punta de mi lengua, susurrar algo importante, gustar del desprendimiento de mis padres, de la lejanía de mis hermanos por esta conflagración mental; gozar de los desconocidos y sus pláticas, sus necesidades y repugnancias; de las dificultades de la convivencia con los seres amados. Me haré un ritual mínimo, tendré una vara recogida de la poda institucional y haré con ella un bastón para dirimir nuestra consistencia y tocar con su punta mis muebles, mis pies y el techo de mi pequeña y suficiente casa. Tal vez me compre un anillo de acero, una joya falsa, una tela preciosa para compensar mi dolor ateo.
No puedo tener dioses pero si un ritual para sentir el calor de mis manos en mis ojos y degustar esta sensación de vida, de tiempo, de afecto y luz antes que la muerte, lo muerto, me ocupe.
Tal vez elija una serie de posturas, respiraciones profundas, invente nombres, escoja un día del año, tenga una piedra volcánica, un trozo de cuero, uno de metal y ver sobre mi mesa un cirio encendido después de dar una vuelta canina en el lugar en el que vivo.