caricriatura 19

Diecinueve.

Ya había visto a la jovencita sobresalir por su rostro menudo y doméstico, cuerpecito de los años treinta, pretendiendo esconder su presencia a los ojos vistas. Nosotros los depresivos de inmediato reparamos en figuras así: amasijo de nervios, detenciones, delirios medianos, estar en el mundo apenitas y apenada, ojos que ven con disimulo pero eficaces saqueadores de lo visible. Una mujercita dibujada por encimita entre rasgos sólidos de secretarias, asesores, funcionarios, diputados, reporteros de la fuente; todo bien, bien tensado entre parda competitividad y rugas de apetito de salir en algo, en lo que sea.

En una reunión menor, con seriedad y distancia, me pregunta algo y yo me acerco para oler su agrio aliento matutino. Su rostro, atribulado de los impactos de una libido cruel y decisiva, me pide mi celular. Ternura, recato, timidez, nada serio ni memorable. Me entrega un papelillo para que ahí apunte mis datos para su agenda de secretaria técnica. Algo me inquieta: es la forma en que toma el papel a modo de presentar con toda magnificencia el qué de su dedo pulgar: una prolongación orgánica flaca carcomida por una finísima e interminable percusión de su mordida, destrozado y casi sonoro. Aquí, aquí –me toco con el dedo la frente-, se quedó la impresión: un dedo sin pellejos, resistiendo el diario embate con malformaciones apresuradas de carne viva: una identificación digital que decía: yo soy esto y no otra cosa.

Días después, ella ya no es esa apariencia, ya su rostro cambió y parece tener la satisfacción de penetrarme con su dulzura caníbal y recordarme la descripción de lo que ella es y que la imagen entró de lleno a mi cabeza y segura de que nuestros inconcientes hicieron vínculo. Me emputó la cosa aunque la interpretación se quede de mi lado: me metió el dedo, me chingó: una joya.