Veintidós.
Dice que le gusta como la abraza Efrén, uno de las oficinas de traslado, el chiquito de pestañotas. Yo le digo que no le mueva ni le dé alas. Se me hace que lo quiere. Cuando la abraza, se le van los ojos y ella es la que lo detiene como, como disfrutando un ratito más el abrazo. Entonces cuando acaba hasta lo aparta y dice Ya, ya… Dice que sus abrazos son diferentes, como si él la quisiera, como si la calmara, como si hubiera alguien para ella. Ya ves como es no se aventaría con él, no. La otra vez se peleó con Arturo por lo de las concesiones y lo de la nómina y fue a buscar a Efrén nada más para que la abrazara. Y Efrén bien acomedido pero no atascado, como que la considera, la entiende. Pinche Estela está bien sola.
Veintitrés.
Una cerveza, tres comidas. El lugarcito agradable, jóvenes de viernes, música fuerte, ambiente de gente en brama, celo, viaje: una fantasía de regodeo juvenil. Frente al barecito un hotel de extranjeros que entran y salen con sus antropologías ajenas y sus jetas de si pero no. Somos tres de oficinas. Agusto, lo que se podía y dejaba el cuerpo.
De repente lo veo (y la canción en turno, sus reiteraciones como de fiesta, la misma canción de las fiestas); está al fondo, escrutando. Trae un libro para lectores pesados, y, por su actitud –reservado, templado, con el sonsonete de la lectura en su cabeza, pasea su mirada recogiéndolo todo. Disfruta del poder que le han dado sus libros. Pausado, mirada sostenida, lentes por supuesto, una tranquilidad plegada. Nada en él sobresalía, sólo su mimética que le procuraba buenas vistas sin ser visto. No pude imaginarlo con alguien.
Y nuestras mirada se vieron y él supo que yo podía atender, que tenía la atención formada, afectada, con un gran acento de resentimiento. Me molestaba ser parte de su visibilidad. Esto de ser otro y no uno me inquieta, no me deja estar en este lugar donde la gente anda en todo menos en el registro, el saqueo, el robo, el uso y el negocio del paisaje vivo.
Él sabe que lo observo, que al mirar observamos. Afortunadamente no apunta nada y vuelve al libro ese, una y otra vez, después de hacer mi caricatura, mi integración dolosa a esto que son los estúpidos tiempos pacíficos.
Me echó a perder la comida y ojalá yo le haya echado a perder su estancia. No quiero escribir algún rasgo de él; sólo anotar que me sentí desnudo ante el poder de observación del que observaba.
¿Vio mi mendicidad, el tamaño y el qué de mi debilidad, mis actitudes, imposibilitadas de ocultar una extensa y profunda pusilanimidad? ¿Vio mi actuación, el recargo y adopción de mis gestos, el cómo no le sostuve la mirada, mi convivir mediado, resignado y que logra un estatus medianamente responsable contra lo que es real?
No importa, podríamos describirnos incansablemente, pero igual: nos ahoga la intrascendencia.
Dice que le gusta como la abraza Efrén, uno de las oficinas de traslado, el chiquito de pestañotas. Yo le digo que no le mueva ni le dé alas. Se me hace que lo quiere. Cuando la abraza, se le van los ojos y ella es la que lo detiene como, como disfrutando un ratito más el abrazo. Entonces cuando acaba hasta lo aparta y dice Ya, ya… Dice que sus abrazos son diferentes, como si él la quisiera, como si la calmara, como si hubiera alguien para ella. Ya ves como es no se aventaría con él, no. La otra vez se peleó con Arturo por lo de las concesiones y lo de la nómina y fue a buscar a Efrén nada más para que la abrazara. Y Efrén bien acomedido pero no atascado, como que la considera, la entiende. Pinche Estela está bien sola.
Veintitrés.
Una cerveza, tres comidas. El lugarcito agradable, jóvenes de viernes, música fuerte, ambiente de gente en brama, celo, viaje: una fantasía de regodeo juvenil. Frente al barecito un hotel de extranjeros que entran y salen con sus antropologías ajenas y sus jetas de si pero no. Somos tres de oficinas. Agusto, lo que se podía y dejaba el cuerpo.
De repente lo veo (y la canción en turno, sus reiteraciones como de fiesta, la misma canción de las fiestas); está al fondo, escrutando. Trae un libro para lectores pesados, y, por su actitud –reservado, templado, con el sonsonete de la lectura en su cabeza, pasea su mirada recogiéndolo todo. Disfruta del poder que le han dado sus libros. Pausado, mirada sostenida, lentes por supuesto, una tranquilidad plegada. Nada en él sobresalía, sólo su mimética que le procuraba buenas vistas sin ser visto. No pude imaginarlo con alguien.
Y nuestras mirada se vieron y él supo que yo podía atender, que tenía la atención formada, afectada, con un gran acento de resentimiento. Me molestaba ser parte de su visibilidad. Esto de ser otro y no uno me inquieta, no me deja estar en este lugar donde la gente anda en todo menos en el registro, el saqueo, el robo, el uso y el negocio del paisaje vivo.
Él sabe que lo observo, que al mirar observamos. Afortunadamente no apunta nada y vuelve al libro ese, una y otra vez, después de hacer mi caricatura, mi integración dolosa a esto que son los estúpidos tiempos pacíficos.
Me echó a perder la comida y ojalá yo le haya echado a perder su estancia. No quiero escribir algún rasgo de él; sólo anotar que me sentí desnudo ante el poder de observación del que observaba.
¿Vio mi mendicidad, el tamaño y el qué de mi debilidad, mis actitudes, imposibilitadas de ocultar una extensa y profunda pusilanimidad? ¿Vio mi actuación, el recargo y adopción de mis gestos, el cómo no le sostuve la mirada, mi convivir mediado, resignado y que logra un estatus medianamente responsable contra lo que es real?
No importa, podríamos describirnos incansablemente, pero igual: nos ahoga la intrascendencia.