Once.
Cuando mi hija me ve no sé que cara poner ni de que manera erguirme: quiero parecer duro pero con algún rasgo de adolorido porque sí, me dolió y me duele haberla dejado, porque siempre estoy, desde el día de la separación familiar en un presente continuo de dolor del separado. Y eso quiero que quede claro, que se vea en mi cara, que ella lo vea, que sea pliegue sin ser síntoma, que me vea que puedo pero que nada es igual sin ella, que la mirada me cambió. Cuando me está viendo me pesa la culpa, me pesa el amor y me pesa más no saber decirle las cosas, no poder llorar frente a ella. Me hurga, me siente y se siente. Yo sé que soy parte de su hacer conciencia, de irme superando la falta que ni le hago. El rostro de mi hija es demasiado porque no es fácil estar delante de ella porque me gana en la mirada, ella es la que me ve y yo no puedo dejar de gesticular porque me gana lo que siento por ella y no puedo soltarme a berrear, entonces tengo que mezclar una actuación que me presente como fuerte, como que falta mucho por hacer y mucho por vivir como lo que somos, padre e hija. Ayer mismo llegué a su casa a desayunar. Me pidió tamales con bolillo y llevé dos bolillos y cuatro tamales. Cuando entré de la calle le dije: -ya vine, a desayunar- y escuché desde su recámara la voz de su novio y me preocupó porque no traje bolillo para él. Uno para ella y uno para mi. Desayunamos y no faltó pan pero me dio una imagen: acarició con protección, adoración y respeto la nariz de su pareja y no sé que cara hice. Me gustaría haberme visto porque nadie me vio.