caricriatura 14

Catorce.
El pulgar de la mujer oprimía la portada de un libro a modo de aplanar una superficie con insistencia. No era el caso, era la manera que en ese momento la desesperación se conducía hacia el exterior. Mientras se cepillaba los dientes la operación del aplanado continuaba y sus ojos no veían nada. La limpieza se detuvo en el par de dientes frontales y el pulgar continuaba empujando la imagen de la novela de las mujeres con poder. Ese rostro maduro, hermoso, fatal, dado a la reflexión, conflictivo con su propia belleza, ajado y suave, con los rasgos propios de haber mandado mucho y obedecido casi nada, de amores poco profundos y apetitos reiteradamente saciados, ese rostro iba a tomar una decisión que trastocaría la vida de unas cinco personas, mínimo. De hecho no había vuelta de hoja, tenía que acabar con la vida política de otra mujer que ni siquiera figuró como rival y que ni tenía idea de la pugna de poder que el hundirla representaría porque aquella era de las que se andaban por la superficie. Disfrutaba las vetas, el grano, la filigrana, el polvillo que precede a un acto irreversible. Gozar el umbral de todavía-no, de la inminencia, del principio del nudo donde algo termina y algo comienza: nuevos enemigos, escenarios de imprevisibilidad, otro grado de respeto, protocolos más sofisticados pero, de súbito, brotó un cansancio que vino de la columna, se expandió a sus costillas y anidó en su deseada nuca: no, no era cansancio: aburrimiento, fastidio de la política, un límite que no podía nombrar. Eso le molestó, de hecho la ponía muy de malas el no poder nombrar eso que sentía, el hallarse de pronto sin la palabra que coloreaba o hacía bien aparecer esa sensación hasta darle certeza. No encontrar la palabra, la forma, de las sensaciones la exasperaba. Desde niña la exasperaba. Era la muesca en uno de sus orgullos. Varios discursos de joven se vieron saboteados por esa falta de palabras para las descripciones difíciles. Recordaba y por eso oprimía el libro con el pulgar hasta que la experiencia de verse unos instantes fue diluida por dentífrico aguado que la sacó de esa otra pequeña derrota, que ensució su carísimo saco azul pizarra y cayó en el dedo que aplastaba el libro, demasiado subrayado, que no podía terminar.