carcriatura 31, 32 y 33.

Treinta y uno.

El buey me pidió una secuencia de fotos de rostros que pasan ante los puestos de pornografía, allá en el eje. Pendeja de mí que le platiqué que me pasé media peda instalada en un poste viendo a la gente que veía los puestos de video porno. Un indígena que acercó el disco a su cara para ver detalles de niñas japonesas meneándose en un dildo de dos puntas; un empleado de empresa que regresó a ver a la embarazada montándose dos vergas; unas chamacas riéndose de un enorme vergón negro y una señora joven y gorda, cochina y con cigarro que se llevó videos de sexo con animales. Así como dos horas. Yo me puse a atender el paulatino bajón de alcohol y mis cambios de percepción, desde la muy filosófica hasta la muy sola. No llevé la cámara y lamenté que esas imágenes se perdieran pero después lo disfruté, se perdieron, pertenecieron a lo suyo, se fueron. Ese día entendí un poco más de foto con eso de las imágenes perdidas, las irrecuperables. Le platiqué al jefe y se imaginó cuatro páginas con rostros de gente de ciudad enfrentados con genitales expuestos. Ni modo, lo haré, aunque no le dije que un video superaría cualquier foto fija, por eso del rostro que se cuida, se conmueve, se excita, curiosea y vuelve a cuidarse, el chiste es el cambio y el movimiento de las expresiones que la foto nunca tendrá del todo. Me gusta el porno, sobre todo cuando puedes tener imágenes inesperadas como las miradas de las penetradas que pierden el dominio, se extravían, y ya no actúan sino que giran la cabeza para ver al que se las jode, entre subordinadas, agradecidas, dominadas, poseídas y completas. Eso es lo que me gusta. Te diré que una vez cuando una de las mujeres era arremetida su cuerpo se convulsionó, sus manos se crisparon de tal manera que eso, las manos afectadas por la descarga eléctrica del orgasmo y nomás presionar con mis muslos me vine, muy raro, despacito pero como muy largo. Me vine ¿tu crees?

Me gustó esa tarde. Nada me la echó a perder.

Treinta y dos.

No se entiende lo que se dicen los amantes del cuarto de al lado. Es temprano en esta repetición de cuartos de hotel y a pesar del esfuerzo por diferenciar las habitaciones –colchas de color y dibujo diferente, variaciones de escenas de la misma imagen del mismo pintor-, la cortesía de los empleados –la misma e indiferenciada para todos-; una reiteración que asedia y lo único que puedo hacer es repetirme, repetir en un alejamiento respiratorio. Me levanto. En el desayunador una familia parece trazar una y otra vez ritos y actos. Comentan el ruido nocturno y descarado de los amantes. Necesito liberarme de esta sensación de estar dentro de un código de repeticiones. Por allá los amantes ríen después de agredirse sexualmente y no entiendo lo que se dicen. Me alivia su separación de este vértigo de conductas reiterativas. Ayer se escuchaba su pugna sexual, sus quejas vacunas que no cesaban. Hoy, véanlos, relajados y enamorados, repitiendo una historia terminable.

Antes de enloquecerme por esta apreciación de lo que se repite –una epifanía dinámica donde sólo percibo frecuencias, ritmos, percusiones, secuencias encimadas en secuencias-: antes de soltar una crisis que pretenda rechazar esta cosa en sí, quiero evitar mi actitud adversaria. Quiero sentirme bien y, con humildad, detentar el número feliz que se repite a sí mismo y cumplir con esta dote de vida haciendo lo que tengo que hacer, sin repetir una locura o una actividad que sólo legitimará a lo negativo, al eterno vaivén de las cosas que son así, precisamente porque algo en su interior y exterior es redundante.


Treinta y tres.

A veces pienso que ya estuvo bien; que tengo lo necesario para lograr la consistencia que se expresaría en cualquiera de mis actos: desde una observación triangulada de esas que observa la observación –un padre que admira la escena de la hija que traza un círculo en la tierra con una vara muy larga, ahí en un parque de ciudad, en medio de corredores de domingo, con la madre disfrutando lo irrepetible y el mismo padre conformándose con degustar la imagen que conservará por mucho tiempo, seguro de atender lo humanamente posible la tensión que emite su hija con esa luz nublada: la madre descubre que un ajeno observa y que goza del evento tanto como ella-; hasta el poder quedarme callado en una situación que pide mi opinión.
Sin embargo, me sorprende en un momento cualquiera, una sensación de desaliento que viene de lo más simple de mí: me falta concebir los matices. Este descubrimiento es atroz a mi edad de casi cincuenta años porque denota que una gran parte de mí no ha madurado, que debí de hacerlo hace décadas, que eso no me ha permitido tener una experiencia mediana de los hechos y que toda satisfacción ahora la descubro coja. De ahí el error de desear la creación de un objeto para ser apreciado. No puedo congratularme de este descubrimiento porque es un llegar demasiado tarde a una experiencia que podría producir conciencia. Está bien para un personaje pero no para mí, se notaría en la escenografía, en lo que sea. El crítico sentenciaría: la composición desmerece, no se alcanza a sí misma.