Treinta y cuatro.
Por unos momentos puedo sentir la conmoción y la irregularidad de estar vivo. La conciencia de vida debería aterrorizar. Estar vivo. Yo sé que este ser-vivo tiene candados que impiden su concepción adecuada pues sería demasiado tener en la mente, y en un momento, todas las implicaciones que supone este sentirse y estar vivo. Estos candados también son de lenguaje, de experiencias verbales imposibles pues lo vivo es terrible y no tiene nombre. Mentarlo es una aproximación bastante lejana de su centro. Esto de sentirse real, puntualmente vulnerable y absolutamente destructible. Asómate a la calle y verás un equilibrio siempre a punto de estallar, siempre excesivamente manifiesto. Regresa a ti y concibe este estar-así-como-así. En el momento de sentir lo vivo, lo que es vivo y sus infinitos presupuestos, aunque no descriptibles, siempre presentes en todo momento de lo vivo, es lo que debería tenerme estupefacto, loco por lo enorme que contiene.
Pero no, todo me protege, todo. La mente y el cuerpo lo reduce para mi fortuna, en esta mañanita de 26 de diciembre donde no tengo mucho quehacer, en donde he llegado temprano a esta oficina y puedo desayunar sobre el tablero de la computadora antes de que lleguen todos, y me echo las noticias de la miseria ajena por Internet.
Treinta y cinco.
Toda la mañana trabajó bien, entregado a los números, convencido de que sus estadísticas formaban parte de la gran máquina del tener que hacer esto o lo otro. A la hora de comer en la gran sala de comedores baratos para burócratas donde no faltaba la pantalla de plasma con lo mejor del fut-americano, descubrió que se había concentrado de tal manera en consumir su comida corrida que nunca se percató si esta mujer o la otra andaba por ahí tragando basura. Ni buscó piernas ni culos que después se sentarían en escusados de edificio de gobierno. No le extrañó pedorrearse doce segundos en la cuadra de las joyerías donde pasaban turistas, empleadas de almacén o secretarias en pena amorosa perpetua. A eso de las seis le extrañó no deleitarse con el hociquillo de carne rosa de la vecina, esa superficie de trance que había provocado más de tres masturbaciones en el baño del tercer piso. Tuvo que reconocer, a las siete, varias cosas: que era un tipo inteligente pues pocos se chutan la Summa contra los Gentiles; que había descubierto la fugacidad del todo y el peso absoluto de la nada y que no se había suicidado y por último que había perdido el deseo sexual. Verdades que al acumularse conciliaban una noticia trascendental y descorrían una cortina en la superficie de los acontecimientos visibles. Entonces Varianna, la asesora de equidad entre géneros, pasó frente a él y manifestó la patencia de sus caderas como un tratado de economía, carne refulgente, lista para ser preñada. Y él, nada, la vio como un drama de sobrevivencia patética, enfundada en una tela ceñida de atractor de apareamiento que no le despertó ni el más mínimo impulso. Gozó la visión de la misma manera que si tuviera un árbol o una bicicleta enfrente, entes que soportaban milenarios procesos de tensión resueltos en la grafía visual de mujer, árbol o bicicleta. No, estaba seguro que no era un éxtasis porque se sentía normal nada más que sin deseo, felizmente sin deseo.
Al llegar a casa, se sentó en el sillón rojo sin encender la luz. Agradeció estar vivo y sentir la extrañeza de no desear, de rebatir todo lo leído y publicado sobre la liberación del deseo. Descubrió a lo lejos un árbol que danzaba (en realidad hacia mucho aire que sacudía todo lo que podía moverse. Dentro del departamento, en silencio, parecía que las ramas respondían a una voluntad propia). Pudo decir que el día tenía final feliz y que a la mañana siguiente de su liberación sucederían maravillas. Su curiosidad excitada trató de adivinar su nueva vida después de la liberación tanto tiempo esperada: tal vez dejaría el cine, la lectura, los viajes, el alcohol, la pornografía, las fiestas. Estaba en cero, de hecho se le olvidó el cumpleaños de su madre y podría sentarse tranquilamente a gozar de esta su hazaña, de ésta su superioridad superlativa.
Treinta y seis.
Es su rostro lo que me conmueve: saciado, acostumbrado a fluir, a sacar de sí la presión. Cada uno de sus pliegues así me lo deja ver y puede ser bello nada más por esa impresión que me deja su fluir empatado con el flujo de lo que está vivo y muerto.
Mi rostro la verdad no sé, pero siento que manifiesta el hervidero de impulsos sin aflorar, fluidos que regresan a sí mismos, hartos de conocer la materia que los contiene, sustancias de diversas densidades, incompatibles y que de repente hallan la solución de su mezcla, veloces de súbito y espesos de lento las más de las veces; tensos, presionados, pudriéndose y enfermándose, fermentando y creando ruidos externos. Mi rostro dejará ver la vida retentiva, no sé. Se ha convertido en un placer esta constipación que añeja los petróleos viscosos en barrica necia, sí. De hecho no será interesante mi cara pues esta cualidad es la fisonomía de mi tiempo, la retención, lo no creado a pesar de las presiones internas. El rostro del creador es poderoso. Nuestro rostro es un vehículo para posteriores emisiones. Así ha de ser el misterio, no somos más que el vehículo de los líquidos donde está lo verdadero vivo.
Por unos momentos puedo sentir la conmoción y la irregularidad de estar vivo. La conciencia de vida debería aterrorizar. Estar vivo. Yo sé que este ser-vivo tiene candados que impiden su concepción adecuada pues sería demasiado tener en la mente, y en un momento, todas las implicaciones que supone este sentirse y estar vivo. Estos candados también son de lenguaje, de experiencias verbales imposibles pues lo vivo es terrible y no tiene nombre. Mentarlo es una aproximación bastante lejana de su centro. Esto de sentirse real, puntualmente vulnerable y absolutamente destructible. Asómate a la calle y verás un equilibrio siempre a punto de estallar, siempre excesivamente manifiesto. Regresa a ti y concibe este estar-así-como-así. En el momento de sentir lo vivo, lo que es vivo y sus infinitos presupuestos, aunque no descriptibles, siempre presentes en todo momento de lo vivo, es lo que debería tenerme estupefacto, loco por lo enorme que contiene.
Pero no, todo me protege, todo. La mente y el cuerpo lo reduce para mi fortuna, en esta mañanita de 26 de diciembre donde no tengo mucho quehacer, en donde he llegado temprano a esta oficina y puedo desayunar sobre el tablero de la computadora antes de que lleguen todos, y me echo las noticias de la miseria ajena por Internet.
Treinta y cinco.
Toda la mañana trabajó bien, entregado a los números, convencido de que sus estadísticas formaban parte de la gran máquina del tener que hacer esto o lo otro. A la hora de comer en la gran sala de comedores baratos para burócratas donde no faltaba la pantalla de plasma con lo mejor del fut-americano, descubrió que se había concentrado de tal manera en consumir su comida corrida que nunca se percató si esta mujer o la otra andaba por ahí tragando basura. Ni buscó piernas ni culos que después se sentarían en escusados de edificio de gobierno. No le extrañó pedorrearse doce segundos en la cuadra de las joyerías donde pasaban turistas, empleadas de almacén o secretarias en pena amorosa perpetua. A eso de las seis le extrañó no deleitarse con el hociquillo de carne rosa de la vecina, esa superficie de trance que había provocado más de tres masturbaciones en el baño del tercer piso. Tuvo que reconocer, a las siete, varias cosas: que era un tipo inteligente pues pocos se chutan la Summa contra los Gentiles; que había descubierto la fugacidad del todo y el peso absoluto de la nada y que no se había suicidado y por último que había perdido el deseo sexual. Verdades que al acumularse conciliaban una noticia trascendental y descorrían una cortina en la superficie de los acontecimientos visibles. Entonces Varianna, la asesora de equidad entre géneros, pasó frente a él y manifestó la patencia de sus caderas como un tratado de economía, carne refulgente, lista para ser preñada. Y él, nada, la vio como un drama de sobrevivencia patética, enfundada en una tela ceñida de atractor de apareamiento que no le despertó ni el más mínimo impulso. Gozó la visión de la misma manera que si tuviera un árbol o una bicicleta enfrente, entes que soportaban milenarios procesos de tensión resueltos en la grafía visual de mujer, árbol o bicicleta. No, estaba seguro que no era un éxtasis porque se sentía normal nada más que sin deseo, felizmente sin deseo.
Al llegar a casa, se sentó en el sillón rojo sin encender la luz. Agradeció estar vivo y sentir la extrañeza de no desear, de rebatir todo lo leído y publicado sobre la liberación del deseo. Descubrió a lo lejos un árbol que danzaba (en realidad hacia mucho aire que sacudía todo lo que podía moverse. Dentro del departamento, en silencio, parecía que las ramas respondían a una voluntad propia). Pudo decir que el día tenía final feliz y que a la mañana siguiente de su liberación sucederían maravillas. Su curiosidad excitada trató de adivinar su nueva vida después de la liberación tanto tiempo esperada: tal vez dejaría el cine, la lectura, los viajes, el alcohol, la pornografía, las fiestas. Estaba en cero, de hecho se le olvidó el cumpleaños de su madre y podría sentarse tranquilamente a gozar de esta su hazaña, de ésta su superioridad superlativa.
Treinta y seis.
Es su rostro lo que me conmueve: saciado, acostumbrado a fluir, a sacar de sí la presión. Cada uno de sus pliegues así me lo deja ver y puede ser bello nada más por esa impresión que me deja su fluir empatado con el flujo de lo que está vivo y muerto.
Mi rostro la verdad no sé, pero siento que manifiesta el hervidero de impulsos sin aflorar, fluidos que regresan a sí mismos, hartos de conocer la materia que los contiene, sustancias de diversas densidades, incompatibles y que de repente hallan la solución de su mezcla, veloces de súbito y espesos de lento las más de las veces; tensos, presionados, pudriéndose y enfermándose, fermentando y creando ruidos externos. Mi rostro dejará ver la vida retentiva, no sé. Se ha convertido en un placer esta constipación que añeja los petróleos viscosos en barrica necia, sí. De hecho no será interesante mi cara pues esta cualidad es la fisonomía de mi tiempo, la retención, lo no creado a pesar de las presiones internas. El rostro del creador es poderoso. Nuestro rostro es un vehículo para posteriores emisiones. Así ha de ser el misterio, no somos más que el vehículo de los líquidos donde está lo verdadero vivo.