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Ni creas que me gustan los barcos pero el programa de la tele estuvo bien. Acorazados en el mar, gigantescos cruceros con espectáculos irreales llevados a paseo, buques tanque, cuartos de máquinas monstruo, rompehielos, buques sobreviviendo tormentas, marinos apurados, gente de guerra. Las grandes máquinas se llamaba el programa y salían hundimientos, ahogados, proas partiendo olas monumentales de vidrio, superficies de mar que nunca veré. No nunca veré. -Para qué entonces las ves, imagino que me dice mi mujer que duerme desde hace rato-. Pues para cargarme de imágenes para mis sueños, para que haya disposición de secuencias de mar aunque nunca esté ahí. Algo en mí ya ha estado en el mar, en alta mar. Luego sueño que las olas me golpean, que el mar se sale de madre, que tsunamis del fin del mundo se aprestan a inundarlo todo y trato de huir. De reojo veo el mar emputado mientras aprieto a mi hija entre mis brazos y ahí están las olas que nunca he visto, las tormentas que ni imagino. Por eso veo de todo para soñarlo, aunque de barcos no sé nada y tampoco sé que sueña mi mujer y tampoco sé para que quiero soñar tantas cosas que luego ni me acuerdo y otras que no quiero recordar porque ya sé que hay algo que está bajo todo y que no podemos soportar su relevancia y que eso me manda a que vea la tele sin importar lo que pase ahí.

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Sesenta y dos

Tu hija creció, veinte años. Su rostro es una interesente conflictividad. Tu mujer se alza con la victoria de la guerra conyugal sin saberlo, le concedes tu derrota y la premias con una ramita de cilantro. Jugar en su terreno fue y es la única teoría posible y yo creí que esto era un juego y fue la capitulación de una historia a favor de otra, más consistente y aglutinante, la práctica y lo urgente, en realidad eso de la forma y el fondo es un error de comprensión donde se solazan los políticos. El trabajo de oficinas fue la prolongación de un absoluto recreándose sobre sí mismo, descrito en argumentos fofos. Las películas vistas nunca alcanzaron a perturbar algo que no fuera un evanescente entusiasmo que se diluía en la siguiente ficción y la verdad esa de que en una situación normal tardarías una vida entera en encontrar toda clase de asuntos literarios es una bandera de camorrero.
En este vértigo de presupuestos, prospectivas y proyectos, una persona como yo apenas puede mantenerse en coherencia y en decencia y el fút- bol aparece como esa solución de materialidad y continuidad en donde se decide algo más de lo que anuncian los narradores. Los jugadores no son ellos mismos. De hecho la apuesta no es por dinero y el foco de integración mental se reduce al juego por sí sólo, sin importar quién gane. Por eso siempre apago la tele veinte minutos antes de que termine el encuentro.

analisis


decir...

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Sesenta y uno

Necesito un ritual. Uno en el que pueda pasar mis manos para cubrir mi rostro, oprimir mi frente, tapar mis ojos, tocarme varias veces la cabeza; arrodillarme, detenerme frente a un muro, tocarlo apenas con mi nariz, mis labios y mi vientre y sentir la ventaja de que la piedra prosiga ahí. Un ritual donde cubra mi boca o que a horcajadas imite un sonido milenario. O describir movimientos bien planeados en el que cada uno alivie mi estupor, algunos movimientos que reclamen por el padecimiento de revelaciones o imágenes antiguas, el misterio, la condena de la individualidad, la raza, la especie, cuando parte de mi, en otra individualidad, experimentaba una expansión ante la realidad intolerable, violenta, de sumisiones obligatorias y ejecuciones disciplinarias; un movimiento que repita ceremoniosamente las grandes penurias que informa mi cuerpo que sufrieron los incontables cuerpos de los que provengo.

Necesito un ritual que me inicie, día tras día, al agradecimiento, al servicio, al trabajo, a la defensa de mi ciudad y de dos o tres principios políticos inamovibles. Un ritual le daría consistencia a mi vida diaria plagada de luces artificiales, de simulaciones bien cuadradas y con ello retornaría a los alivios de la oración, del rezo de la indescriptible humildad que nos favorece.

Necesito mis ceremonias al amanecer, mis abluciones y saludos a esta misteriosa cotidianeidad, a mis hijos y a las personas que aún no he hallado en toda clase de conflictos y encuentros que vendrán. Quiero agradecer estas dificultades y alivios; apaciguar mi temor y mi horror ante la inmensidad que soy, que cada quien es. Quiero un libro ritual, excesivamente leído, al que pueda recurrir para reunirme con tradiciones, con prejuicios, con dogmas y visiones reducidas y simples de la ética. Quiero un objeto ritual en el cual pueda reiterar y repetir imágenes de calvarios, de ruegos, de consuelos y llamadas. Un pan duro con miel, con aceite, agua, alguna bebida discreta.

Poner mi frente en el suelo, colocarme al amanecer ante el sol, tocar los pies de las personas que amo antes de que despierten y agradecer que les guste mi presencia, mi necesidad de ellos, mis propios y comunes rituales domésticos. Una vela, un mantenerse despierto, vivir conmocionado: tener una vara, ropa sencilla, comer semillas, mantenerme limpio. Un ritual que me sostenga, me ampare de este inconmensurable, incognoscible e inabordable, y a veces, intolerable concepto de estar vivo, de ser. Quiero tener a mi disposición por las mañanas, en una vasija vegetal, granos de sal y aceite, tomar un poco para ponerlo en la punta de mi lengua, susurrar algo importante, gustar del desprendimiento de mis padres, de la lejanía de mis hermanos por esta conflagración mental; gozar de los desconocidos y sus pláticas, sus necesidades y repugnancias; de las dificultades de la convivencia con los seres amados. Me haré un ritual mínimo, tendré una vara recogida de la poda institucional y haré con ella un bastón para dirimir nuestra consistencia y tocar con su punta mis muebles, mis pies y el techo de mi pequeña y suficiente casa. Tal vez me compre un anillo de acero, una joya falsa, una tela preciosa para compensar mi dolor ateo.

No puedo tener dioses pero si un ritual para sentir el calor de mis manos en mis ojos y degustar esta sensación de vida, de tiempo, de afecto y luz antes que la muerte, lo muerto, me ocupe.
Tal vez elija una serie de posturas, respiraciones profundas, invente nombres, escoja un día del año, tenga una piedra volcánica, un trozo de cuero, uno de metal y ver sobre mi mesa un cirio encendido después de dar una vuelta canina en el lugar en el que vivo.

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Para tu mujer, un horror, no entiendes que los contornos los pone ella. Para tus hijos, los que tienes o vas a tener, jamás tendrás los colores necesarios, siempre faltarán y tu tendencia es salirte de la rayita. Para los amigos, los grises son monótonos y ya no están para esas gradaciones porque hay que vivir; para los jefes nunca acabarás el dibujo antes de lo que urge. Para tí siempre querrás mejores lápices y te entretienes demasiado con sacar punta, para cuando tienes todo listo la inspiración está alterada por la gana de lucirse y de sacar los puntos de fuga. Para el dibujo, la hoja sobra pero eso sí, para tu terapeuta ( es decir para tí y para ello y él y ella y los otros y todo lo demás que quepa en el paréntesis suspensorio), todo va y la creatividad está rayar paredes, la calle, la jeta de la gente, los espejos, los atriles, los cuadernos ajenos, las nalgas propias, las tetas impropias, los calzones usados, la basura, el bagaje, los entornos filiales, los camiones, la gente deseada y el dinero guardado. Sí, estoy exagerando y me hago la víctima y me lamento y voy al mercado con el pendiente de que no debería decirlo todo en público y mucho menos andarme cagando fuera de la tacita porque deveras ya no estoy en edad, ni yo para contarlo y tu menos para oírlo.

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Cincuenta y ocho.

Voy a hacer mi informe, un informe de mi terapia, en donde deje sentir las conmociones, las resistencias, las sorpresas, los enlaces rotos, los nuevos vínculos, los reconocimientos, las apariciones parentales, las verdades intolerables, las aceptaciones, la revoltura de sexos y odios y afectos, las trenzas y nudos que hacemos con nuestra vida, las amenazas de sí mismos, los goces masoquistas, los contratos firmados en el culo, en las partes, en el destino persona, en el uso de la gente que quieres, en los fantasmas que le pones a tus hijos, las fragmentaciones, los disimulos, los despedazamientos y las unciones.


Cincuenta y nueve.

¿Suspensión del juicio? La nada arrebolada. No. Todo es fruto de una introspección mediada, una gran y agresivo lavado interno en el cual podemos ver, compañeros, los órganos, viejos, sí, pero ya no a servicio de lo ajeno, llámese como se llame, lo ajeno no es tema para esta aula. Aquí y allá podemos ver partes de cuerpo en donde las cicatrices se confundían con zurcidos inservibles. En esta recomposición, aún temblorosa de recién hechecita, hasta se puede observar la actividad interna de cohesión, lo que llaman espíritu en otras facultades. Estamos en presencia de lo que fue un desollado, claro uno que se creía desollado, que se recompone y usa en su defensa imágenes míticas de vínculo corporal, ustedes ya saben cuales. Dure lo que dure esta organicidad nueva –y por eso los traigo aquí-, podemos ver, fuera de teorías que discutiremos después, un cuerpo en trance de neutralidad. Por eso se marea de vez en cuando.

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Cincuenta y cinco.

Una pistola. La canción tiene que llamarse “Quiero una pistola”. La letra, perdón, la música estaría apoyada por la letra. Un arreglo muy rasposo, casi sucio, de texturas muy ricas, móviles y de pocas luces. A lo lejos toques de alarma de ciudad. Ojalá la voz pueda gritar pero perdiéndose en la arena musical. La melodía deberá conservar ritmos circulares sin ser tenebrosa ni apocalíptica, irónica sin ser sarcástica, seria sin ser cosa de locos, drogos ni pendejos.

Tengo algunas frases que tendré que acortar y modular para que rimen y se pueda vocalizar sin dificultades. Algo así como: Necesito la seguridad de un arma y lo mejor es una pistola. Una pistola es el conocimiento del límite, es el equilibrio, es una postura firme, es poder traer una jeta de indolencia. Todos deberían cargar pistola y las cosas estarían parejas. Esto necesita dirimirse continuamente y lo mejor es no discutir sino mediar con metales blandos. El peso de un arma personal en mi vientre. Conoce el plano de la igualdad. Una pistola, para mi seguridad, para acabar conmigo cuando reviente o desee enfrentarme a ti de una mejor manera.

Algo así. Ya nadamás me falta sentarme a acomodar frases. No, no es para el culto a las armas sino algo más cotidiano. Una posición filosófica de lo incompleto. ¿Crees que tu tío quiera cantar esta canción. Les gustaría a los muchachos y tu tío le pondría sus toquecitos punketos. Mira, terminaría así: “Consíguete un arma y lo mejor es una pistola, Quiero una pistola”. Y lo que salga. Ya ves que al poner la canción se ocurren muchas cosas.


Cincuenta y seis.

¿Tú eres de los que le gusta su jeta? ¿Te has visto bien? ¿No crees que se te nota la cobardía o la pequeñez o que un ojo regular te puede ver la putería que te cargas? ¿o lo regaladamente pendejo que eres o que es uno? ¿No te ves en los aparadores, en serio, tu paso mediano, tu fingida postura a la que nada chingón puede adherirse? ¿Tú pequeña ridiculez mal vestida y peor actuada?

Bueno, aquella si que es una vaca en jodienda pues de veras cree que parte calle y que los hombres la elegirán a ella entre las miles de reses sexuales y aquel que trae el ceño fruncido por la fe de tan huevón y surce pepas, creyéndose madreador de cine gringo. Ellos sí tienen derecho a creerse, están en lo suyo, pero tú, tú que muchas veces tu propio cuerpo se te fue de las manos y tuviste que colgarte piedras para que no se te escapara y que te amarraste las manos para no convertir cualquier objeto punzo en una prolongación de una voluntad asesina. Ellos pueden creerse pero tú tienes una puta jeta en donde se ve toda tu historia de ser uno más de los que observan el espectáculo. Mejor quédate así, observando.

Mi discurso se llama: “De la incomodidad de uno”. Gracias.

Cincuenta y siete.

Coincidimos, tú y yo: tú lo soñaste y en el mismo momento aparecía en mi pantalla la mujer de grandes tetas y un pene adolescente y tratando que su pequeño pene se irguiera. ¿Lo vimos, no es así? Qué puede decirse de nosotros, tan lejanos, tan diferentes, tan fuera de conexiones, uniéndonos así en una entidad polimorfa. Aunque en ti se trató de un sueño, un suceso más que importante y en mi se trató de una búsqueda que me ofreció una imagen más que conmovedora, de cansancio: su pene jamás pudo tomar consistencia…

otra familia



La adhesividad familiar, la pérdida de espacio, la confusión de límites, la sensación de asfixia, la inevitabilidad del destino, la filiación amorosa y suicida, identidad borrosa, las leyes supremas, la del padre y la madre, el miedo y la temeridad, los líquidos adhesivos, sangre, alcohol, liquidez de dinero, el piso real y el virtual, el arriba y el abajo, el equilibrio mental y los apoyos estructurantes.

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Cincuenta y cuatro.

Veme a los ojos ahora que estoy cagando mi vida. La volatilidad de mis excrementos está ahora ante ti. No estás aquí y no soy un genio que pueda ofrecerte la abundancia. Te equivocaste conmigo cielo. Soy un cagador nato que se ha pasado la vida viendo cómo es que la mierda recorre su tubo excretor mientras tú esperas alguna condescendencia mía, un detalle, una cortesía que bien a bien no se dónde has aprendido que una persona puede generar. Puedo pensarlo todo y eso no es una fortuna, ni una ventaja, no es un poder ni una experiencia interesante porque en realidad no te da nada, sólo la cosa de pedirte que has de verme a los ojos mientras cago y pienso en tus deseos inacabables, en tu jodida plana de superficies y objetos y suposiciones que son supositorios.

Cincuenta y cinco.

Una pistola. La canción tiene que llamarse “Quiero una pistola”. La letra, perdón, la música estaría apoyada por la letra. Un arreglo muy rasposo, casi sucio, de texturas muy ricas, móviles y de pocas luces. A lo lejos toques de alarma de ciudad. Ojalá la voz pueda gritar pero perdiéndose en la arena musical. La melodía deberá conservar ritmos circulares sin ser tenebrosa ni apocalíptica, irónica sin ser sarcástica, seria sin ser cosa de locos, drogos ni pendejos.

Tengo algunas frases que tendré que acortar y modular para que rimen y se pueda vocalizar sin dificultades. Algo así como: Necesito la seguridad de un arma y lo mejor es una pistola. Una pistola es el límite, es el equilibrio, es una postura firme, es poder traer una jeta de indolencia. Todos deberían cargar pistola y las cosas estarían parejas. Esto necesita dirimirse continuamente y lo mejor es no discutir sino mediar con metales blandos. El peso de un arma personal en mi vientre. Conoce el plano de la igualdad. Una pistola, para mi seguridad, para acabar conmigo cuando reviente o desee enfrentarme a ti de una mejor manera.
Algo así. Ya nadamás me falta sentarme a acomodar frases. No, no es para el culto a las armas sino algo más cotidiano. Una posición filosófica de lo incompleto. ¿Crees que tu tío quera cantar esta canción. Les gustaría a los muchachos y tu tío le pondría sus toquecitos punketos. Mira, terminaría así: “Consíguete un arma y lo mejor es una pistola, Quiero una pistola”. Y lo que salga. Ya ves que al poner la canción se ocurren muchas cosas

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Cincuenta y cuatro.

¿Cuál es la experiencia que se debe de tener?. Porqué esa sospecha de que se puede tener algo más, que complete o que vacíe la intuición, algo ante lo cual el entendimiento se quede estupefacto? ¿Porqué se anda por ahí, en la imbecilidad lustrosa de la ciudad, con la sensación esa de que "La Experiencia no te la va dar el sexo, ni el poder, ni la droga, ni un espasmo religioso de completud, ni la relación con algún objeto, ni la proximidad con la muerte (en realidad la proximidad es absoluta y cotidiana no por tener la pistola en la sien), la locura o el crimen"? ¿O es que todos estos umbrales han sido mal convocados?

¿Porqué se asoma en cualquier momento su posibilidad y no se desata o se presenta completamente? ¿Porqué cuando llueve, sueñas o te da la extensión incluso lavando platos? ¿Será cuando estés realmente muriéndote? O la sensación esa, la de los umbrales, la del asomo de la experiencia es esa y no otra, es un principio siempre y no una axpansión, (así con a). O será que me falta lenguaje, palabras o que no está en las palabras o que no soy poeta o místico. Habrá que acostumbrarse al umbral. Siquiera que ahí está.

caricriaturas 51 y 52

Cincuenta y uno.

La orientación, conseguir el horizonte de orientación era todo. Ahí ya no importaba tanto el cómo sino el pa dónde.

Cincuenta y dos.
Y me gustaría que Dios le dijera a Linda en un sueño: -“Yo, Dios, digo a través de quien elige hablar por mi: No mujer, yo no tengo que ver con la muerte de tu tía. Tú, Mujer, dices: sólo Dios sabe porqué hace las cosas. Yo, Dios digo. Sí, si sé porqué hago las cosas y sé a quien o qué elegir para que hable por mí y sé quien cree que habla por mí. Yo lo permito en mi inescrutabilidad. Pero, no, no creas que me interesan la interpretación y el uso que haces de la muerte de tu hermana. Sé que andas dolida porque ese hombre te dejó apenas enamorada y que habías imaginado un destino próspero con él. Pero créeme no fue para que tú te dieras cuenta de la comodidad de tu situación por lo que tu tía falleció. No. Tu hombre te abandonó por tu ambición desmedida y tu falta de criterio y tu tía abandonó la vida por la causa de los misterios que no te serán revelados precisamente porque no te interesa develar ni siquiera tu naturaleza humana. Quien quiera interpretarme está destinado a la confusión y quien quiera hablar por mi, en respeto de mi consideración y condición y guiando a la gente hacia mi, tendrá mi beneplácito”-. Y créeme tan sólo de pensar eso me da vértigo, porque con los años he aprendido a tener temor de Dios

caricriaturas 40 a 50.

Cuarenta.

Para empezar la sensación es amplia y la condición pesada; como un estar aquí consistente. Me gustaría hablar de contornos pero sería otra cosa. Parece que no hay pliegues ni fisuras, así que vuelvo a la amplitud pero ahora es cómoda, ¿cómo decirlo? Sin tanto miedo, como si tuviera todo el tiempo de vida, como si pudiera concebir que algo en mí tiene toda la vida; aunque me falta algo de mi cuerpo que lo reconozca, detenido como está en sus rencores. No quiero asombrarme demasiado, ni iluminarme ni colorearme, ni perder esta amplitud ni extensión. Tengo algo de mí que impide desplegarme como si me ataran a algo por seguridad. Soy vivo y continuo. Tengo que perdonar mi limitación; más bien comprenderla. Creo que en eso se basa mi continuidad que como individuo dispongo. No soy una trabazón aunque mis equívocos me dividan, me impidan. Me gustaría ser poeta para figurar esto. Tal vez ahí está el secreto y el misterio. No lo soy. Algo en mi lo reconoce. Leo poesía y la consumo. En mi impedimento, en esto preciso, no ser poeta lo asumo como un poder. Soy lector de poesía y así como quien la escribe puedo entenderme y entendérmelas con ello. Mi vocación es hallarme en la amplitud y los poetas me han puesto, me han sentado en lo que no se puede medir. En este lado de no ser poeta radica algo. Soy el primer sorprendido y me gusta aceptarlo. Soy el otro, lo otro también.

Cuarenta y uno.

Me falta una transitiva para cerrar el círculo. Tengo todo para describir la curva, las imágenes flavas, las estructuras deslizantes, los ornamentos difusos, los destellos de doble giro, el reflujo de síntesis y varios anillados de referencia, tres piedras lisas de toque y sinuosas musicales, incluso tres domos borradores para incluir la política de mi país. Pero me falta algo, un latigazo emocional que deje ver lo mucho que quiero a mi hija.


Cuarenta y dos.

Hasta cree que se volvió humilde y que no es gente de gran aliento. A su edad considera que lo que se dio, cedió, se dio y no hay más en términos de su breve producción temática que rápidamente recorrió el circuito de sus conocidas dolencias. Le bajó a su expresión; ahora es suave y ya no quiere discutir sino disfrutar a los demás en su convencimiento. Así como ya puede gozar de la intemperie de sus límites, goza la extensión, el cerco y el recreo de los ajenos. Disfruta de ese mercado de blindajes. Pasea así con el éxito de haber conseguido una clausura mental inesperada y cualquier mentada de claxon por su paso lento lo agradece y trata de ver el rostro del agresor con prisas para congraciarse con su egotismo. Incluso su última obra tiene mejor cuajado pues con este conocimiento puede confrontar con sutileza a sus personajes que padecen la certeza inclemente de que lo mejor de sus energías, de sus experiencias, de sus placeres ha pasado, no así su rencor, resentimiento y deseos de venganza. Además, se nota, tiene la prudencia de conservar una complejidad reducida en la anécdota pues ya no quiere experimentar con su teatro de títeres para adulto. Ya así nomás, con tener contacto con las gentes de su tiempo, de su entorno, basta.

Tal vez vivir así, después de tanta crisis, sea grato; aunque no sé que hacer con la imagen que tengo de él cuando lo vi garabateando, hace poco, violentamente, una revista. Al irse de la sala de audiencias, la tomé y me hallé con cabezas rayadas, negadas, con un estropajo de líneas negras cubriendo cada delgada belleza. Me gustaría pasar el detalle a alguien pero no, mejor no. Esta imagen es para cine no para teatro.

Cuarenta y tres.

-¿Viste al tipo ese impecablemente vestido y limpísimo y a su familia? Me fijé en los hijos, iban por los pasaportes de ellos. ¿No? Me impresionó su limpieza y su cuidado. Muy joven y su esposa en pants muy limpios también, finísimos. Me gustó su nariz grande y el detalle que llenara los formatos en el suelo aunque estaban reluciente. Nunca se hablaron entre ellos y ella era jovencísima. Él conservaba su mirada hacia arriba distanciándose de nosotros. También había gente muy fregada yo creo que para irse a trabajar allá porque aquí está de la mierda. Allá en la sala contigua me tocó con él. Yo llevaba mi libro y poco a poco me deslicé en la silla-. –Sí, ya te imagino con las piernas abiertas-, le dije. Pues en una de esas descubrí que me estaba viendo y rápidamente desvió la mirada. Creo que pensaba lo mismo que yo, lo inmensamente lejana y desagradable que soy para él, despatarrada, todo lo contrario a su ninfa exquisitamente comportada. Imagínate casada yo con él. Imposible.

Ya no le dije que sí los vi, viéndose, odiándose y despreciándose, aunque no puedo asegurar que cuando vio sus muslos abiertos se le antojó tu despatarre, el dibujo de tu coneja. Hijo de su puta madre se hincó el mochito, se asomó a la clase baja a oler. Seguro está harto de la clínica entre piernas que tiene su mujer, seguro que te quiso arremeter, trepanar y dejarte jodida y preñada con todo y tus ojitos hermosos de niña asombrada de lo verga que están las cosas y que se van a poner peor. Pinche país.

Cuarenta y cuatro.

Escúchame: Foto en periódico: su cara apenas puede ocultarse tras su mano enjoyada. La General de Justicia la citó a comparecer por un caso de corrupción en la Secretaría. No. Mejor la agarro cuando al comienzo de la legislatura, con el recurso de brazos cruzados y escote, ostentaba cargo, tetas y, parada de puntas, culo frente al diputado novato: Alta funcionaria de gobierno. Le sumo la imagen el día de la presentación del equipo, sentada en primera, de breve vestido de viscosa muy adherido. Todo un entramado para sostener la sonrisa amplia, hermosa de segura de sí misma, no creas que de dientes bonitos. A mi me fascina. Tiene algo que mezcla exigencia con envoltura. No sé. Me encanta su hociquillo promiscuo, su soberbia vulgar y esa mirada de vieja corrupta que mezcla poder, dinero y cama. Eso me gusta. ¿Crees que lo pueda sostener? Tiene una boca genital: toda una vulva contra la cual repasar un glande vencido. O mejor esto: su cara deslavada careándose a gritos como el otro día en los separos, mirada por sus subordinadas que la odian. Te dije que la vi paseándose en el Centro? Impune y distinta, sórdida, todo puntas como gente del sistema.

¿Sabes lo que más me puede? Es la gente que puedo saquear, la que se atreve a todo, la que acaba mal, la que escriben de ella, la que está en la tensión de verdad. Mírala, toda delincuente casi inocente de sus delitos. Ella sí tiene el conflicto, la voluntad de ganar o perderse. Tal vez sea eso: sus tripas para andar en lo cabrón desde el principio al final. Eso me encabrona y esa la única forma de poseerla: hacer leña, sarcasmo o de referente ético. ¿No te queda ese gustito cada vez que escribimos la columna de alguien así? O ¿de qué te sirve un nacional de periodismo cuando son ellos los que te lo dan?. O de qué te precias cuando sabes las mierdas del director? Me cagan mis tripas….

Cuarenta y cinco.

María untó su dosis de agua pulverizada en su vientre de piedra. Aburrida, goteó en su mucosa bucal gotas de ácana, su droga específica para: mujer-policía-dedicada-a-neutralizar-virus. La dulzura permeó en instantes: benéfica desde talones a nuca, amplia, radiada de agilidad mental.

Desde el cubil acrílico de limpia, miró su pantalla 4d de canal personal; la noticia del día ya no la sorprendió: Ya no más elecciones, el orden social a cargo de la frama panal, ninguna decisión a la política. -Bien, se acabó una era- pensó y pasó a deleitarse de su último éxito: someter el virus multifronte a la dormidera, justo en el umbral de irreversibilidad y antes de su resolución expansiva. El virus engañado creería trabajar en su crisis de digesta preventiva indefinidamente. María paladeó su táctica genial mezcla de droga e intuición: tiempos diferenciados y lecturas invertidas, simultaneidad para placebos totales: el mierda virus dormiría poderoso e inútil. Una gota más de ácana para festejarse y motilizar: la clave fue sujetar al virus a crisis periféricas sucesivas de núcleo estable. –Como los humanos- pensó.

Por la 4d pasó el rostro de su hijo el militar aún adolescente. Tocó la memoria de la imagen: calor, olor, el hijo colapsado.

Feliz, ya nada le preocupó, Desde hace tres años descansó el alma, desde el día de la revelación universal de Dios que borró todas las teologías. Muerte sí, pero con sentido. María agradeció que su prisión fuera tan benigna, aunque le faltó algo de agua.

Cuarenta y seis.

Un pequeño destello en el cual pudo entrever que procesos más grandes que ella estaban ocurriendo. Le hirió, pues, descubrir que era utilizada no sólo por la especie sino por algo mayor y no divino. Usada, ella que desarrollaba un trabajo extremadamente sencillo aunque socialmente necesario: una repetitiva labor de alisado. Bien, era la catástrofe. Inmediatamente se repuso. Se reacomodó en su sillín por una misteriosa serie de movimientos internos que impidió el brote de la locura. Iba a desgañitarse gritando pero algo la salvó; tal vez lo mismo que le propició el descubrimiento. -¡Vaya manera de complicarse la vida cuando uno no es así!-. El susto dejó su muesca y siguió alisando el pelo ajeno. El salón de belleza, la cosmética, necesitaba estabilidad.


Cuarenta y siete.

Después de años en consultas terapéuticas y de creerse agujero entre los agujeros, un día de estos, salió coronado entre los barrios salubres de la clase media con una distinción que aliviaba inesperadamente la cojera emocional que padeció al igual que todos sus hermanos. No lo pudo gritar, ni trató de sonreír aunque ostentaba una victoria -un tránsito hacia detalles con sutilezas exquisitamente elaboradas-, no un triunfo definitivo como él creía sino un hallazgo definitorio.

Por fin uno de su especie repetía, justo al abordar un camión que lo llevaría del consultorio de psicoanálisis a la oficina, donde un tipo amolado de siempre entonaba una canción oratoria a Dios, -sí, soy el conflicto de mi madre-.

Cuarenta y ocho.

Dormir. Ni un trago más. Desvestirme. ¿Me tomé la pastilla? El aprendizaje de hoy: cinismo puro, casi absoluto pero nada de dejarse fluir, sino observar a dónde llega uno con sus declaraciones.

Cuarenta y nueve.

Comprendió, en una lectura, que su lugar en la historia ya estaba predeterminado; que su constreñido y meticuloso carácter fungía dentro de un sistema que no comprendía (por eso era sistema). Incluso su no-comprender era parte de las vibraciones de ese sistema: hipocondría, debilidad de ánimo, ser pueblo, limitado y limitante, breve, falto de energías superiores para hundirse en los caldos femeninos, aunque no para asumir sus disciplinas políticas, todo ello constituía su fatalidad inamovible, su necesidad y la destrucción de su contingencia. La esencia era esa: no ser reconocido por los otros, es la energía que hace reconocer a los que se distinguen. Él es una sustancia reveladora. En su difícil anonimato era eso, una fuerza negativa que generaba positividad. Y por primera vez sintió que era espíritu, esa parte incognoscible, oscura y poderosa que sustenta la luz, el relieve y la diferencia.

Cincuenta.

Ni la cámara de alta tecnología de televisión, esa que desnuda las jugadas, ni las millones de miradas humanas pudieron certificar que la anotación no fue del Mendieta. Fue un acuerdo instantáneo y la cosa quedó entre los dos, el defensa y el delantero. Y eso que el chaparro lo estuvo insultando y escupiendo y erutando durante el partido. El puto chaparro fue el que metió el gol. Ni modo que dijera -fue mío, fue mi autogol-. Ni modo chaparro, Mendieta te debe la fama del domingo.
Treinta y siete.

Y lo voy a bailar. Y me voy a grabar en video para subirlo a la red y que todos puedan verme. Mi cuerpo no da para mucho más. Me sentiré soñado y ausente, bien tejido con todo, poderoso y logrado, al tono con las cosas de este tiempo; poseído y rasante, lubricado. Pongo mi música perfecta, me desato y me muevo hasta que llore, como el otro día. Quiero que me vean como puedo hacer esto del ridículo, con este cuerpo que tengo de 52 años: agitarme y hacer los pasos que hago a solas. Quiero que me vean mis conocidos y que les caiga bien y que digan, me cae bien el cabrón porque le vale madres el ridículo y todo. Me pongo en calzones, caliento y le digo a mi mujer que me grabe. Ella sabe entenderme. Les voy a demostrar cómo se baila, bien sentido, con estilo propio, sin querer quedar bien, libre de toda complicación. Mandando todo a la mierda y llorando otra vez de sentirme partido en dos desde siempre, por culpa de nadie, de ninguna vieja, simplemente por el hecho de ser uno, uno que es dos.


Treinta y ocho.

Tengo casi todo para una narración que se vendería bien y rápido: la parte sórdida es inmejorable, eso que solo puede darse en las tranquilidades e inmundicias del hogar. Definitivamente tendría que desplazar las mierdeces y miserias a otra configuración de parentelas porque no quiero exhibirme ni regalar mi estercolero. En el borrador conservaré nuestros nombres porque a la hora de escribir necesito de la purga de la tensión mental, el vómito del coraje y la exhibición sin pudor de mi impotencia. El detalle cómico no estará ausente y otro matiz del amor no sobrará y, por supuesto, que –lo que le gusta a la gente pues-, a la infamia la adornaré con detalles de esos que dan giros sorpresivos; incluso con una imagen asqueante de suicidio propiciada por un personaje que gozó de un extremo de la pasión digamos, inconscientemente exhibida en el pleno doméstico, para decirlo suavecito. Con lo que quiero jugar es con la confesión de que no estoy preparado para digerir esa pifia. Y con lo que tengo que cargar es que soy de esos que no pueden aprovechar el haber conseguido un soporte para levantar abstracciones y que creen hacer estética con los procesos de su pobreza moral.


Treinta y nueve.

Ya me llegó la edad de decidirme. No tengo un día más. Mañana se dan las candidaturas. Si gano es una vida y si no es otra vida. Incompatibles, definitivamente. Me vale madre los que dicen que hay mucha gente que hace las dos cosas y hasta cuatro. Yo no soy de esas. Quiero decidirme antes que la vida decida por mí. Quiero llegar a cualquier momento decidida. No quiero la candidatura a la vez que lo otro. Quiero estar en paz y dedicar todo a la campaña que ganaría fácilmente y no pensar en lo otro, olvidarme de lo otro. Toda mi vida ha sido así, lo demás decide por mí. Tengo unas horas para renunciar a la candidatura o renunciar a lo otro. Este es el punto. Las dos cosas no. Estoy harta de vivir sin corazón y con tantas oportunidades. Pero no me llamo a engaño. No hay de dos y lo otro es endemoniadamente difícil. Es fácil tener la mañana siguiente comprada.
Treinta y cuatro.

Por unos momentos puedo sentir la conmoción y la irregularidad de estar vivo. La conciencia de vida debería aterrorizar. Estar vivo. Yo sé que este ser-vivo tiene candados que impiden su concepción adecuada pues sería demasiado tener en la mente, y en un momento, todas las implicaciones que supone este sentirse y estar vivo. Estos candados también son de lenguaje, de experiencias verbales imposibles pues lo vivo es terrible y no tiene nombre. Mentarlo es una aproximación bastante lejana de su centro. Esto de sentirse real, puntualmente vulnerable y absolutamente destructible. Asómate a la calle y verás un equilibrio siempre a punto de estallar, siempre excesivamente manifiesto. Regresa a ti y concibe este estar-así-como-así. En el momento de sentir lo vivo, lo que es vivo y sus infinitos presupuestos, aunque no descriptibles, siempre presentes en todo momento de lo vivo, es lo que debería tenerme estupefacto, loco por lo enorme que contiene.

Pero no, todo me protege, todo. La mente y el cuerpo lo reduce para mi fortuna, en esta mañanita de 26 de diciembre donde no tengo mucho quehacer, en donde he llegado temprano a esta oficina y puedo desayunar sobre el tablero de la computadora antes de que lleguen todos, y me echo las noticias de la miseria ajena por Internet.

Treinta y cinco.

Toda la mañana trabajó bien, entregado a los números, convencido de que sus estadísticas formaban parte de la gran máquina del tener que hacer esto o lo otro. A la hora de comer en la gran sala de comedores baratos para burócratas donde no faltaba la pantalla de plasma con lo mejor del fut-americano, descubrió que se había concentrado de tal manera en consumir su comida corrida que nunca se percató si esta mujer o la otra andaba por ahí tragando basura. Ni buscó piernas ni culos que después se sentarían en escusados de edificio de gobierno. No le extrañó pedorrearse doce segundos en la cuadra de las joyerías donde pasaban turistas, empleadas de almacén o secretarias en pena amorosa perpetua. A eso de las seis le extrañó no deleitarse con el hociquillo de carne rosa de la vecina, esa superficie de trance que había provocado más de tres masturbaciones en el baño del tercer piso. Tuvo que reconocer, a las siete, varias cosas: que era un tipo inteligente pues pocos se chutan la Summa contra los Gentiles; que había descubierto la fugacidad del todo y el peso absoluto de la nada y que no se había suicidado y por último que había perdido el deseo sexual. Verdades que al acumularse conciliaban una noticia trascendental y descorrían una cortina en la superficie de los acontecimientos visibles. Entonces Varianna, la asesora de equidad entre géneros, pasó frente a él y manifestó la patencia de sus caderas como un tratado de economía, carne refulgente, lista para ser preñada. Y él, nada, la vio como un drama de sobrevivencia patética, enfundada en una tela ceñida de atractor de apareamiento que no le despertó ni el más mínimo impulso. Gozó la visión de la misma manera que si tuviera un árbol o una bicicleta enfrente, entes que soportaban milenarios procesos de tensión resueltos en la grafía visual de mujer, árbol o bicicleta. No, estaba seguro que no era un éxtasis porque se sentía normal nada más que sin deseo, felizmente sin deseo.

Al llegar a casa, se sentó en el sillón rojo sin encender la luz. Agradeció estar vivo y sentir la extrañeza de no desear, de rebatir todo lo leído y publicado sobre la liberación del deseo. Descubrió a lo lejos un árbol que danzaba (en realidad hacia mucho aire que sacudía todo lo que podía moverse. Dentro del departamento, en silencio, parecía que las ramas respondían a una voluntad propia). Pudo decir que el día tenía final feliz y que a la mañana siguiente de su liberación sucederían maravillas. Su curiosidad excitada trató de adivinar su nueva vida después de la liberación tanto tiempo esperada: tal vez dejaría el cine, la lectura, los viajes, el alcohol, la pornografía, las fiestas. Estaba en cero, de hecho se le olvidó el cumpleaños de su madre y podría sentarse tranquilamente a gozar de esta su hazaña, de ésta su superioridad superlativa.


Treinta y seis.

Es su rostro lo que me conmueve: saciado, acostumbrado a fluir, a sacar de sí la presión. Cada uno de sus pliegues así me lo deja ver y puede ser bello nada más por esa impresión que me deja su fluir empatado con el flujo de lo que está vivo y muerto.

Mi rostro la verdad no sé, pero siento que manifiesta el hervidero de impulsos sin aflorar, fluidos que regresan a sí mismos, hartos de conocer la materia que los contiene, sustancias de diversas densidades, incompatibles y que de repente hallan la solución de su mezcla, veloces de súbito y espesos de lento las más de las veces; tensos, presionados, pudriéndose y enfermándose, fermentando y creando ruidos externos. Mi rostro dejará ver la vida retentiva, no sé. Se ha convertido en un placer esta constipación que añeja los petróleos viscosos en barrica necia, sí. De hecho no será interesante mi cara pues esta cualidad es la fisonomía de mi tiempo, la retención, lo no creado a pesar de las presiones internas. El rostro del creador es poderoso. Nuestro rostro es un vehículo para posteriores emisiones. Así ha de ser el misterio, no somos más que el vehículo de los líquidos donde está lo verdadero vivo.

carcriatura 31, 32 y 33.

Treinta y uno.

El buey me pidió una secuencia de fotos de rostros que pasan ante los puestos de pornografía, allá en el eje. Pendeja de mí que le platiqué que me pasé media peda instalada en un poste viendo a la gente que veía los puestos de video porno. Un indígena que acercó el disco a su cara para ver detalles de niñas japonesas meneándose en un dildo de dos puntas; un empleado de empresa que regresó a ver a la embarazada montándose dos vergas; unas chamacas riéndose de un enorme vergón negro y una señora joven y gorda, cochina y con cigarro que se llevó videos de sexo con animales. Así como dos horas. Yo me puse a atender el paulatino bajón de alcohol y mis cambios de percepción, desde la muy filosófica hasta la muy sola. No llevé la cámara y lamenté que esas imágenes se perdieran pero después lo disfruté, se perdieron, pertenecieron a lo suyo, se fueron. Ese día entendí un poco más de foto con eso de las imágenes perdidas, las irrecuperables. Le platiqué al jefe y se imaginó cuatro páginas con rostros de gente de ciudad enfrentados con genitales expuestos. Ni modo, lo haré, aunque no le dije que un video superaría cualquier foto fija, por eso del rostro que se cuida, se conmueve, se excita, curiosea y vuelve a cuidarse, el chiste es el cambio y el movimiento de las expresiones que la foto nunca tendrá del todo. Me gusta el porno, sobre todo cuando puedes tener imágenes inesperadas como las miradas de las penetradas que pierden el dominio, se extravían, y ya no actúan sino que giran la cabeza para ver al que se las jode, entre subordinadas, agradecidas, dominadas, poseídas y completas. Eso es lo que me gusta. Te diré que una vez cuando una de las mujeres era arremetida su cuerpo se convulsionó, sus manos se crisparon de tal manera que eso, las manos afectadas por la descarga eléctrica del orgasmo y nomás presionar con mis muslos me vine, muy raro, despacito pero como muy largo. Me vine ¿tu crees?

Me gustó esa tarde. Nada me la echó a perder.

Treinta y dos.

No se entiende lo que se dicen los amantes del cuarto de al lado. Es temprano en esta repetición de cuartos de hotel y a pesar del esfuerzo por diferenciar las habitaciones –colchas de color y dibujo diferente, variaciones de escenas de la misma imagen del mismo pintor-, la cortesía de los empleados –la misma e indiferenciada para todos-; una reiteración que asedia y lo único que puedo hacer es repetirme, repetir en un alejamiento respiratorio. Me levanto. En el desayunador una familia parece trazar una y otra vez ritos y actos. Comentan el ruido nocturno y descarado de los amantes. Necesito liberarme de esta sensación de estar dentro de un código de repeticiones. Por allá los amantes ríen después de agredirse sexualmente y no entiendo lo que se dicen. Me alivia su separación de este vértigo de conductas reiterativas. Ayer se escuchaba su pugna sexual, sus quejas vacunas que no cesaban. Hoy, véanlos, relajados y enamorados, repitiendo una historia terminable.

Antes de enloquecerme por esta apreciación de lo que se repite –una epifanía dinámica donde sólo percibo frecuencias, ritmos, percusiones, secuencias encimadas en secuencias-: antes de soltar una crisis que pretenda rechazar esta cosa en sí, quiero evitar mi actitud adversaria. Quiero sentirme bien y, con humildad, detentar el número feliz que se repite a sí mismo y cumplir con esta dote de vida haciendo lo que tengo que hacer, sin repetir una locura o una actividad que sólo legitimará a lo negativo, al eterno vaivén de las cosas que son así, precisamente porque algo en su interior y exterior es redundante.


Treinta y tres.

A veces pienso que ya estuvo bien; que tengo lo necesario para lograr la consistencia que se expresaría en cualquiera de mis actos: desde una observación triangulada de esas que observa la observación –un padre que admira la escena de la hija que traza un círculo en la tierra con una vara muy larga, ahí en un parque de ciudad, en medio de corredores de domingo, con la madre disfrutando lo irrepetible y el mismo padre conformándose con degustar la imagen que conservará por mucho tiempo, seguro de atender lo humanamente posible la tensión que emite su hija con esa luz nublada: la madre descubre que un ajeno observa y que goza del evento tanto como ella-; hasta el poder quedarme callado en una situación que pide mi opinión.
Sin embargo, me sorprende en un momento cualquiera, una sensación de desaliento que viene de lo más simple de mí: me falta concebir los matices. Este descubrimiento es atroz a mi edad de casi cincuenta años porque denota que una gran parte de mí no ha madurado, que debí de hacerlo hace décadas, que eso no me ha permitido tener una experiencia mediana de los hechos y que toda satisfacción ahora la descubro coja. De ahí el error de desear la creación de un objeto para ser apreciado. No puedo congratularme de este descubrimiento porque es un llegar demasiado tarde a una experiencia que podría producir conciencia. Está bien para un personaje pero no para mí, se notaría en la escenografía, en lo que sea. El crítico sentenciaría: la composición desmerece, no se alcanza a sí misma.

caricriaturas

Veintinueve.

Se trata de mostrar a todo mundo, a todos aquellos que creyeron que yo no merecía lo mejor del sexo, que me están jodiendo de lo lindo. Se trata de que sepan sobre la pérdida de tiempo que tuve con aquél. No me importa que sepan que aquí en esta casa se coge de verdad, se parte culo, la verga manda. Que me oigan, que me odien, que se tapen los oídos, que sufran por mí, que los asquee, que me acusen y que rayen cuadernos y fotos y paredes con coraje por mi culpa de gozarla tanto. Soy yo la biencogida, la que se consume de supina, la que le rinde a mi Rey, la que no le importa nada este fin de mi vida y que después me lleve la chingada. Yo, yo ya no me regreso.

Treinta.

Podría ser cualquiera. Es un hombre dedicado a investigaciones científicas que mide los rangos de los eventos minúsculos. Para términos de entretenimiento se trata de no entrar en detalles técnicos de lo que hacía pues no es interés el dar rasgos de verosimilitud, el chiste es que este hombre –nada en realidad lo individualizaba, ni un detalle sobresaliente, alguna exageración, tal vez la calidad superlativa de la piel o su diabetes que padecía desde adolescente- el chiste es que, no podía dar con el concepto para completar un proceso accesorio de su teoría principal: encontrar la figura transitiva que sostuviera descriptivamente, en un solo momento, la relación de micro-sucesos con un suceso maquínico visible sin necesidad de aparatos.

En realidad ya había concebido mentalmente el cómo es que la articulación se daba, es decir, el descubrimiento ya estaba hecho. Ahora se trataba de un conflicto de descripción, de palabras. Se alegró de su problema y, sobre todo, de entender que ya no le concernía nombrar ese proceso de simultaneidad. En su diario de trabajo anotó su traba que impedía formular en otro lenguaje el cómo de la atadura de procesos para dar con otro, uno visible.

En lugar de irritarse por el freno, por el impedimento, asumió su incapacidad y por fin se dejó de sentir individuo para sentirse especie.


Treinta y uno.

El buey me pidió una secuencia de fotos de rostros que pasan ante los puestos de pornografía, allá en el eje. Pendeja de mí que le platiqué que me pasé media peda instalada en un poste viendo a la gente que veía los puestos de video porno. Un indígena que acercó el disco a su cara para ver detalles de niñas japonesas meneándose en un dildo de dos puntas; un empleado de empresa que regresó a ver a la embarazada montándose dos vergas; unas chamacas riéndose de un enorme vergón negro y una señora joven y gorda, cochina y con cigarro que se llevó videos de sexo con animales. Así como dos horas. Yo me puse a atender el paulatino bajón de alcohol y mis cambios de percepción, desde la muy filosófica hasta la muy sola. No llevé la cámara y lamenté que esas imágenes se perdieran pero después lo disfruté, se perdieron, pertenecieron a lo suyo, se fueron.
Ese día entendí un poco más de foto con eso de las imágenes perdidas, las irrecuperables. Le platiqué al jefe y se imaginó cuatro páginas con rostros de gente de ciudad enfrentados con genitales expuestos. Ni modo, lo haré, aunque no le dije que un video superaría cualquier foto fija, por eso del rostro que se cuida, se conmueve, se excita, curiosea y vuelve a cuidarse, el chiste es el cambio y el movimiento de las expresiones que la foto nunca tendrá del todo. Me gusta el porno, sobre todo cuando puedes tener imágenes inesperadas como las miradas de las penetradas que pierden el dominio, se extravían, y ya no actúan sino que giran la cabeza para ver al que se las jode, entre subordinadas, agradecidas, dominadas, poseídas y completas. Eso es lo que me gusta. Te diré que una vez cuando una de las mujeres era arremetida su cuerpo se convulsionó, sus manos se crisparon de tal manera que eso, las manos afectadas por la descarga eléctrica del orgasmo y nomás presionar con mis muslos me vine, muy raro, despacito pero como muy largo. Me vine ¿tu crees?

Me gustó esa tarde. Nada me la echó a perder.

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Veintiséis.

Tenía que caer. Creo que esperé unos veinte años –un decir pues no esperé precisamente-. El encuentro tenía que ser un desastre. Entre nosotros no pasó nada. Nada. Puro malentendido: una de esas relaciones estúpidas, de gentes estúpidas que creen que el otro está en desventaja. Fue en un imbécil autoservicio y ella estaba absolutamente descuidada. Yo quise decirle algo y me salió del hocico una pendejada. Consideremos que ella se repuso y me dijo una de esas cortesías telenoveleras de la que seguro se regocija. Consideremos que yo adiviné sus colapsos físicos. Tal vez me ganaba en goce, de ese que se precia de tener oclusiones y síntomas. Me ganaba de todas todas y se lo concedí. Fue el dia que cerró una relación que despuntaba para los mejores odios, pero creo que nos odiábamos tanto que no quisimos nada uno del otro, mas que esa resequedad, ese volver a vernos para medir lo nada que somos. Sí, me chingó. Siempre me midió con mi vara.

Veintisiete.

Tiene un nombre desagradable. Lo visible en ella es un gran vientre, parecer gente de gobierno y sus ojos inquisidores. Se precia de una afición bien cotizada. Ahí donde se puede chismear, donde apoyan los brazos los espectadores de las sesiones del Tribunal, ella se mueve entre los involucrados a modo de mediadora sin mucha habilidad aunque sí con una envidiable seriedad. Ahí conocí una de sus sentencias lapidarias contra una tipa que tiene habilidad para el arreglo personal. –“Admito que me equivoqué: esa no tiene nada”-, dijo en susurro. A pesar de ser cazadora de historias, por lo de su afición, nunca sabrá de lo que se perdió pues la despreciada tiene una historia que la dejaría hechizada. Cree que cargar con un culo traga hombres es suficiente para hacerse de buenas historias, pero no. Me gusta la serenidad de esta justicia que deja en el anonimato una cruzada espiritual inconmensurable.

Veintiocho.

El genio de la imagen filmada pasó su mano sobre su actriz preferida y recorrió, ahora con el meñique, ese arco frontal y la forma de resolverse en el hundimiento de los ojos y el nacimiento de la nariz. Le molestó que el azar le hubiera dado la mejor toma, cuando ella arrugó el ceño recordando algo ajeno al guión, después de besar al jovencito. El rostro adquirió un acento impredecible, raro en una mujer enamorada. Nadie reparó en que el gesto no fue dirigido.

Al ver la escena el director y su actriz, el preguntó sobre esa ligera y súbita arruga en la frente. Ella rápida respondió, -me acordé de algo-. Ah, entonces fue falta de concentración-. -Pues, sí.- concluyó la trigueña, -pues sí-. Bueno, pero no se lo dices a nadie y yo no te pregunto que pensaste, ¿va?. -Es la mejor escena de la película, la mejor actuación y así debe de quedarse: dirigida y actuada-.

-¡Imbécil!- Pensó ella al mismo tiempo que fruncía su jetilla y reconocía ese nuevo poder de aderezar su actuación, cosa que, por cierto, jamás pudo repetir. Por lo menos hasta donde sé.

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Veinticinco.

Descubrió que en la parte alta del clóset del baño, el padre guardaba sus revistas de mujeres. Vibraba por grosor de caderas que le creaba molestias en las encías, los pechos centrados en pezones y caras de gente mala que se dedica a eso. Muchas veces tuvo que poner el pie a la puerta para aliviar esa desesperación que al rato volvía a molestar.

Un día encontró una foto, su primer desnudo: una abrupta rajadura con diadema de pelos negros: no lo podía creer, así de grotesco era eso. Un golpe en el pecho, un susto mayúsculo: una partida en dos para siempre. No había rostro, la cara desaparecía en el arco del cuerpo que ponía fuera la abertura absoluta, adelantada, grosera y predominante: descubrió su respiración agitada. No sabía qué con sus cinco años, ni supo que ahí comenzaba un cero referencial, no de ausencia sino el anclaje para desplegar el campo para las figuras, la medición y localización de la subjetividad que pronto proliferó en cifras, desplantes y frases sobre vehículos interminables. Entonces sí, vino una masturbación flagelante, violenta, punitiva: no podía concluir ni aliviarse. Estaba en la composición del lugar del padre, la casa de la abuela, el clóset donde se escondía la mujer más real, el placer y la necesidad, la disrupción, la fractura y el paisaje que después descompondría las formas y los guarismos, estaba en el comienzo que ya había comenzado: no podía explicarse el porqué así, de esa forma, de esa manera y ese tirarse abierta para ser bien vista por la mitad de la especie, como si fuera el castigo y él, el culpable, el derrotado y el centro del conflicto.

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Veinticuatro.

Mira: la teoría es ésta, déjame, ¿me permites leértela? El otro, amable, también alcohólico, vio la mujer que entraba al bar, una con tetas presenciales y el cinismo de la sonrisa triunfante de principio. Las demás mujeres se rieron de ella. Estaba empapada de lluvia, con un cabrón detrás, de esos de moto, con pulserotas. Feliz por las armas que traía detrás, nalgas de lujo para la derrota sexual de las demás por lo menos en ese campo de significados.

Mira, te leo, es poquito: desmujerarse es sacar el centro de uno del centro de la mujer, la mujer donde imaginariamente pones tu estar en vilo, estar en disposición, estar en un ser para ella y no ser para uno. Desmujerarse es apropiarse de sí y ponerse a disposición de sí y no de la eterna ausencia de uno en consideración de lo que le hace falta a ella como desesperación infinita. No hay llenadero, no lo hay. Detrás de esa fragilidad, la animalidad voraz, consistente y continua, la que puede, la psíquica. Siempre hay diente y siempre una falta. Mujérate, de donde el proceso de uso bucal y rumiante dió > muérete.

El otro asentía y festejaba bendito de alcohol. Pensaba: -ni modo ahí está la verdad, ella está con él, con ese otro, bien visible para todos, contenta de decirnos ya llegué, véanme, las tetas y esto detrás que la justicia me dio, es mi poder, hoy gané y no habrá teoría alguna que lo desdiga: de esto se trata y no de otra cosa-.

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Veintidós.

Dice que le gusta como la abraza Efrén, uno de las oficinas de traslado, el chiquito de pestañotas. Yo le digo que no le mueva ni le dé alas. Se me hace que lo quiere. Cuando la abraza, se le van los ojos y ella es la que lo detiene como, como disfrutando un ratito más el abrazo. Entonces cuando acaba hasta lo aparta y dice Ya, ya… Dice que sus abrazos son diferentes, como si él la quisiera, como si la calmara, como si hubiera alguien para ella. Ya ves como es no se aventaría con él, no. La otra vez se peleó con Arturo por lo de las concesiones y lo de la nómina y fue a buscar a Efrén nada más para que la abrazara. Y Efrén bien acomedido pero no atascado, como que la considera, la entiende. Pinche Estela está bien sola.


Veintitrés.

Una cerveza, tres comidas. El lugarcito agradable, jóvenes de viernes, música fuerte, ambiente de gente en brama, celo, viaje: una fantasía de regodeo juvenil. Frente al barecito un hotel de extranjeros que entran y salen con sus antropologías ajenas y sus jetas de si pero no. Somos tres de oficinas. Agusto, lo que se podía y dejaba el cuerpo.

De repente lo veo (y la canción en turno, sus reiteraciones como de fiesta, la misma canción de las fiestas); está al fondo, escrutando. Trae un libro para lectores pesados, y, por su actitud –reservado, templado, con el sonsonete de la lectura en su cabeza, pasea su mirada recogiéndolo todo. Disfruta del poder que le han dado sus libros. Pausado, mirada sostenida, lentes por supuesto, una tranquilidad plegada. Nada en él sobresalía, sólo su mimética que le procuraba buenas vistas sin ser visto. No pude imaginarlo con alguien.

Y nuestras mirada se vieron y él supo que yo podía atender, que tenía la atención formada, afectada, con un gran acento de resentimiento. Me molestaba ser parte de su visibilidad. Esto de ser otro y no uno me inquieta, no me deja estar en este lugar donde la gente anda en todo menos en el registro, el saqueo, el robo, el uso y el negocio del paisaje vivo.

Él sabe que lo observo, que al mirar observamos. Afortunadamente no apunta nada y vuelve al libro ese, una y otra vez, después de hacer mi caricatura, mi integración dolosa a esto que son los estúpidos tiempos pacíficos.

Me echó a perder la comida y ojalá yo le haya echado a perder su estancia. No quiero escribir algún rasgo de él; sólo anotar que me sentí desnudo ante el poder de observación del que observaba.

¿Vio mi mendicidad, el tamaño y el qué de mi debilidad, mis actitudes, imposibilitadas de ocultar una extensa y profunda pusilanimidad? ¿Vio mi actuación, el recargo y adopción de mis gestos, el cómo no le sostuve la mirada, mi convivir mediado, resignado y que logra un estatus medianamente responsable contra lo que es real?

No importa, podríamos describirnos incansablemente, pero igual: nos ahoga la intrascendencia.

cosalobo


Caricriatura 21



La mujer gorda y amable- después se sabrá el porqué de su buen humor a pesar de su miseria y de la mierda suerte que tiene la familia- está en el afán diario. Muy ocupada y a pesar de eso me atiende. Llegar hasta ahí (una vecindad violenta, deshilachada y donde ya nada se puede predecir), –que es de hecho una de mis hazañas de las que no hay retorno-, fue agotador pero la señora ya tiene lista la sopa. Necesita agua. Bajo su reducida casa una enorme cisterna. Meto la cabeza pues la presume y puedo ver la inmensidad interna; ahí se puede vivir. Respiro la humedad y disfruto ese encierro protector mientras afuera sucede todo. Es tan vasta que hay enormes peces de cultivo que despliegan sus bocas en planos desmedidos, entre verduras y frutas sin cocer. La cisterna no tiene fin, he llegado. Aunque después de eso los jóvenes del barrio me acuchillan. La virgen no estuvo de mi lado aunque no sé. Lo que sí es que tengo que agradecer la imagen de completud del agua acumulada. Lo que haré es dejar intacto este sueño sin el lavado interpretativo.

caricriatura 20

Veinte.

¿Y cuál es el pedo de que escriba alcoholizado? ¿Creen que no puedo construir una frase que no le añada nada y paisajee bien esto de la asfixia, de la saturación y de la nada vuelta todo? No saben que mis sentidos están conciliados? ¿Y el olor de sus entrepiernas no queden bien puestos en un dibujo de cómo es que se visten y se peinan mientras se tienen que tragar sus orgasmos de media frase? Tengo en la cabeza las molestias de la sobriedad para emitir cositas como: “no estaba en su intuición percibir que la destilación de sus fracasos arrojaba imágenes entrecortadas y sobrepuestas, apenas recién concebidas. Su generación vivía entre grafos y utensilios barrados, locos de las nuevas luces que sobre dimensionaban la brevísima película sobre la que patinaban con destrezas y elasticidades propias de jóvenes ilustrados por comics cultos”. No importa, no deja de pasar, no deja de pasar algo, lo sé y parece suficiente. No saber leer, dejarse seducir por la formalidad les hace perder los polvos y sólo va haber polvo y después ni eso.

la ratasética

Esta es mi contribución al periodismo en el Universal de un asunto político x:

Excelente el Tribunal. No se da cuenta que pone su grano para crear condiciones que está fuera de su alcance distinguir. La legitimidad es infinitamente más compleja y más grande que la legalidad que es un reductor de la realidad. La legalidad aquí descrita por vociferantes antipeje, que en realidad son murmullos de la microhistoria, fragmentos de lo prescindible pero relatos de vidas mentales adiestradas, tal es su valor. En México ya va a pasar algo importante y el Tribunal y el PRD contribuirán con su tributo (aderezado de un divertido caligrama ideológico de Belauzarán, de crear tensiones, cosa que no adivinan pero aportan en su bendita ingenuidad). Gracias a todos por caerle con su diezmo y con su joyita de identidad de ontología política. Gracias a los medios y a la clase media por su labor de difusión de la comprensión del fetichismo de la mercancía vuelta costumbre. Viene lo feo, lo rico, lo que nutre, lo que es repudiado: lo disolvente, lo violento, la creatividad de la improvisación y el arrebato: la historia, tiempo de morir de mucha cosa rosa.

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Diecinueve.

Ya había visto a la jovencita sobresalir por su rostro menudo y doméstico, cuerpecito de los años treinta, pretendiendo esconder su presencia a los ojos vistas. Nosotros los depresivos de inmediato reparamos en figuras así: amasijo de nervios, detenciones, delirios medianos, estar en el mundo apenitas y apenada, ojos que ven con disimulo pero eficaces saqueadores de lo visible. Una mujercita dibujada por encimita entre rasgos sólidos de secretarias, asesores, funcionarios, diputados, reporteros de la fuente; todo bien, bien tensado entre parda competitividad y rugas de apetito de salir en algo, en lo que sea.

En una reunión menor, con seriedad y distancia, me pregunta algo y yo me acerco para oler su agrio aliento matutino. Su rostro, atribulado de los impactos de una libido cruel y decisiva, me pide mi celular. Ternura, recato, timidez, nada serio ni memorable. Me entrega un papelillo para que ahí apunte mis datos para su agenda de secretaria técnica. Algo me inquieta: es la forma en que toma el papel a modo de presentar con toda magnificencia el qué de su dedo pulgar: una prolongación orgánica flaca carcomida por una finísima e interminable percusión de su mordida, destrozado y casi sonoro. Aquí, aquí –me toco con el dedo la frente-, se quedó la impresión: un dedo sin pellejos, resistiendo el diario embate con malformaciones apresuradas de carne viva: una identificación digital que decía: yo soy esto y no otra cosa.

Días después, ella ya no es esa apariencia, ya su rostro cambió y parece tener la satisfacción de penetrarme con su dulzura caníbal y recordarme la descripción de lo que ella es y que la imagen entró de lleno a mi cabeza y segura de que nuestros inconcientes hicieron vínculo. Me emputó la cosa aunque la interpretación se quede de mi lado: me metió el dedo, me chingó: una joya.

caricriatura 18

Dieciocho.

Quisiera tener la cara del que le ha dado la vuelta a la hoja, del que ya no quiere poder, ni permanencia ni discurso, presencia, publicidad ni extensiones de esta vida limitada y limitante. La cara de quien no se queje y que no guste de los vómitos. Me vería bien, la gente me reconocería la luz, lo radiante de mi rostro que puede darle tranquilidad. Me gustaría que eso sucediera, sobre todo aquí en el metro.

Caricriatura Diecisiete.

Diecisiete.

El contador camina por el pasillo de las joyerías para pensar un poco. El contador mayor, el que busca un retiro millonario de este su quinto encargo, lo espera para que se le explique, no el proceso de auditoria sino el cómo se ha de presentar ante los medios de comunicación. El contador, el menor, de repente visualiza la solución y la armonía entre una presentación descriptiva del flujo presupuestal que es auditado, una simplificación de la estructura de auditoría y una argumentación sin sustento técnico a los reporteros de la fuente: no tendrán los recursos para atacar con demandas de transparencia, de austeridad o fiscalización precisamente porque no está en ellos entenderlo porque el desvío está oculto a los ojos de los aficionados, es inamovible e inatacable y sobre todo legal. El contador se place de lo hermoso de la imagen, de lo perfecto. Al narrarse a sí mismo otra vez el todo de su idea, falla, porque interviene su visualización con una coja facultad narrativa. Su incapacidad verbal lo separa del hecho, del hecho hermoso del pequeño crimen perfecto. Se asusta, tenía el trabajo del día logrado. Ni modo, habrá que insistir: darse una vueltecita a la manzana para volver a pensarlo, lo tenía que conseguir como siempre lo conseguía todo, porque él es un contador y un contador tiene que sacar las cosas.

carcriatura 16

Dieciséis.

Tiene frente de sí un dilema; de hecho ha apagado los aparatos que ha puesto a su derredor, aunque la disposición diga otra cosa. Se place del pequeño lugar en donde vive: así ha de concentrarse. Tiene la intuición de que mascando un poco más podrá encontrar el cómo acabar de una vez con ese enorme edificio con dos entradas y una salida de emergencia: su construcción teórica, bah. Basta que del interior vengan las ayudas que siempre acuden a resolver y decidir el por donde sigue con el apoyo de un bagaje de conceptos que le bailan ante los ojos: ¿proletarizar? ¿ser ateo? O lo uno o lo otro.
Un grito lo distrae. La suegra pide ayuda de inmediato. La lavadora requiere de un algo que la equilibre. No urge, sí urge para la suegra. Mientras sube a la azotea, la escalera disuelve el enojo de ser interrumpido una vez más y comprende que toda aquella organicidad de la madre de su mujer es una razón suficiente, un manifestarse del poder de la superficie. No, esa mujer no es caprichosa, siempre ha sido así. Lo inmediato es lo urgente y solamente hay que hacerlo. Hacerlo bien y ya. A lo que sigue. Todo lo que es su cuerpo está hecho para el responder inmediato, el hacer, la acción. La lavadora ha de quedar ya. Pensar es una intermediación que nos separa de la actividad.

Al subir la escalera ya está resuelto. Le gusta que su suegra sea así, que todo sea así. No hay dilema. La mujer sabe qué hacer: una lección que deja rozadura: la hija, la mujer de él, no reacciona de inmediato: grita, asusta a todos antes de que suceda una acción peligrosa. No se mueve, no es acción: grita, se petrifica. La madre, la suegra, la ha inmovilizado antes de la acción porque es la suegra la que tiene la posesión de las actividades reales. Tal es el carácter de la mujer del que sube por la escalera pensando en las experiencias y reacciones de su mujer, del que ha sido distraído, del que decide que el dilema es una percepción fallida y que el planteamiento de su teoría carecía de esto que la suegra ha propiciado: el dibujo contundente de que el dilema está contenido en una razón superior, que es parte de una forma difusa que no contiene todo lo que debe de contener y que por lo tanto no reúne las condiciones de complejidad que una familia tiene.

cadenitas


uno tras otro como encadenados..

Caricriatura 15

Quince.

Otro homenaje a su costa. El filósofo. Mi padre. ¿Qué será de sus quince libros al pasar diez años? Supongo que nada. Pensar sobre la estética y el compromiso. El filósofo ante una apreciación de lo que aparece como bello. Su biografía será lo más interesante y no precisamente por ser bella. Lo bello en el futuro reventará y será una delimitación moral. Será la época de las drogas. Andar drogo será, el fondo de una estética superior, un estar-en-el-mundo de equilibrios inéditos. El todo percibido, la ausencia del dolor físico (claro para quien no goce de él), el todo sentido, la simultaneidad plena. La individualidad desdibujada, la droga perpetua, la recompensa técnica que habilita del todo la gran disposición cerebral. La droga hará sentir la especie a sí misma. Los genes serán conscientes y se fundirán al pequeño percibir de la persona y todo volverá a ser lo mismo pero consciente. No se tratará de la felicidad sino de una patencia humana que suprime la dolencia. Mi padre y su batalla por la estética comprometida. Pobre, será poco menos que asunto de arqueología de lo sensible. El salón atestado de gente de izquierda, de poco instruidos, de drogados de el-estar-haciendo-el bien-secular, de libros fantasiosos, de excesos de carne y alcohol. Mi padre lo sabía y sabía de su derrota y del qué de su trabajo y el porqué de mi adicción de drogas imbéciles de esta edad media, saturada de procesos. También sabe que las drogas prevalecerán, de la misma manera que sabe, a su pesar, de nuestra coincidencia de que Leibniz lo fue todo.

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Catorce.
El pulgar de la mujer oprimía la portada de un libro a modo de aplanar una superficie con insistencia. No era el caso, era la manera que en ese momento la desesperación se conducía hacia el exterior. Mientras se cepillaba los dientes la operación del aplanado continuaba y sus ojos no veían nada. La limpieza se detuvo en el par de dientes frontales y el pulgar continuaba empujando la imagen de la novela de las mujeres con poder. Ese rostro maduro, hermoso, fatal, dado a la reflexión, conflictivo con su propia belleza, ajado y suave, con los rasgos propios de haber mandado mucho y obedecido casi nada, de amores poco profundos y apetitos reiteradamente saciados, ese rostro iba a tomar una decisión que trastocaría la vida de unas cinco personas, mínimo. De hecho no había vuelta de hoja, tenía que acabar con la vida política de otra mujer que ni siquiera figuró como rival y que ni tenía idea de la pugna de poder que el hundirla representaría porque aquella era de las que se andaban por la superficie. Disfrutaba las vetas, el grano, la filigrana, el polvillo que precede a un acto irreversible. Gozar el umbral de todavía-no, de la inminencia, del principio del nudo donde algo termina y algo comienza: nuevos enemigos, escenarios de imprevisibilidad, otro grado de respeto, protocolos más sofisticados pero, de súbito, brotó un cansancio que vino de la columna, se expandió a sus costillas y anidó en su deseada nuca: no, no era cansancio: aburrimiento, fastidio de la política, un límite que no podía nombrar. Eso le molestó, de hecho la ponía muy de malas el no poder nombrar eso que sentía, el hallarse de pronto sin la palabra que coloreaba o hacía bien aparecer esa sensación hasta darle certeza. No encontrar la palabra, la forma, de las sensaciones la exasperaba. Desde niña la exasperaba. Era la muesca en uno de sus orgullos. Varios discursos de joven se vieron saboteados por esa falta de palabras para las descripciones difíciles. Recordaba y por eso oprimía el libro con el pulgar hasta que la experiencia de verse unos instantes fue diluida por dentífrico aguado que la sacó de esa otra pequeña derrota, que ensució su carísimo saco azul pizarra y cayó en el dedo que aplastaba el libro, demasiado subrayado, que no podía terminar.

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Trece.

-¡Imbécil, me retó el hijo de su blanda verga!-, pensó mientras doblaba el cotonete con cerilla ocre y mientras repasaba las decenas de artículos para el cuidado de su hija única. -Me las paga- susurró a la vez que reconocía que la molestia en el culo era una tecata de mierda porque no se había bañado en tres días.

Así fue a la fiesta de navidad. Los hermanos, o sea los tíos de la chamaca, hastiados de familia, hacían escenarios de la sobrina al fondo de la sala, cobijados por el ruido de la tele permanentemente encendida que emitía parabienes de las estrellas del espectáculo: -será una putilla irredenta, droga baratera, asistente de empresario adicto al trabajo o escenógrafa de teatro escolar de paga-. La niña será lo que sea con tal de que le parta la madre a su jodida madre, lo que sea con tal de que pueda vengar a la familia de las afrentas de la Carola, que así se llamaba, porque lo que sea de cada quien la vieja ha logrado equilibrio pese a lo gris de su vida y tiene más de lo que debe sin haber trabajado y tiene la facultad de no reconocer su vida de parásito. Aparte de todo ha cuajado su estilo y quien más lo resiente es la niña que tiene un padre consumido por el ambiente familiar de castración con un esquema de relaciones con gente bien informada y, no sólo eso, con capacidades para analizar estructuras, ambiente, por cierto, muy propicio para la niña. Esa navidad, antes de la cena, el Carolo, que así le decían al marido de ella, estalló por cualquier cosa y se negó a ir por las sidras. Delante de todos, mientras todos preparaban los diez platillos de tradición, le dijo a la Carola: -ve tú-. Los fueros internos de los hermanos y sus esposas se musicalizaron, la humillación pública fue el mejor de los regalos y se prepararon para venganza. La tensión debía de estallar. Pero Carola se la guardó al Carolo. Se dominó por la niña que se la pasó de malas, de jetas y berrinches y ningún obsequio le gustó. Todos esperaban drama que no se dio. Nadie pudo recrearse más. La navidad no reventó y se perdió, por última vez, la oportunidad de que algo aplastara a Carola que no se bañó ni al día siguiente, solo la enjuagada de hábito. Para el año que entra ya no estaría la madre de todos y sin ella ya no tenía chiste vengarse de Carola porque Carola no importaba en el fondo sino causarle a la madre un dolor fatal que le hiciera pagar la construcción familiar estructurada alrededor de la Carolita.

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Doce.

Mira cabrón, déjame decirte una cosa, no puedes decir todo, ¿te digo porqué? Porque dirías mentiras. Por un lado no te atreverías a hablar mal de tu exjefe, ese cabrón te mandaría madrear, ya sabes, y si le cambias la cara al personaje pus como que no sabe, además tu tesis esa de que nadie podría suplantar a nadie, te la compro, pus no creo que nadie que tenga tu miedo pueda tener otra jetita que no sea la tuya mi cielo. Así que bájele a tu realismo crudo. Tu cabecita es tan resentida que produce pura pus, regularcita pus por cierto; de hecho no me gustaría verme por ahí en tus peliculitas, te lo advierto, ni la tenencia de mi culo, como dices, ni las cosas que me gustan ¿eh? Porque sé que ahí con eso si te atreves porque sabes que no te hago nada. Búscale por otro lado a tu estética porque de todas maneras es de corto aliento y hasta pasada de moda. Además de eso no se trata, te estancas, ya llevas tres películas iguales, con el mismo accidente y las mismas imágenes de lo popular. No mames Andrés, no puedes decirlo todo, no puedes, te lo tengo que decir jodido, si pudiera decírtelo…

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Once.

Cuando mi hija me ve no sé que cara poner ni de que manera erguirme: quiero parecer duro pero con algún rasgo de adolorido porque sí, me dolió y me duele haberla dejado, porque siempre estoy, desde el día de la separación familiar en un presente continuo de dolor del separado. Y eso quiero que quede claro, que se vea en mi cara, que ella lo vea, que sea pliegue sin ser síntoma, que me vea que puedo pero que nada es igual sin ella, que la mirada me cambió. Cuando me está viendo me pesa la culpa, me pesa el amor y me pesa más no saber decirle las cosas, no poder llorar frente a ella. Me hurga, me siente y se siente. Yo sé que soy parte de su hacer conciencia, de irme superando la falta que ni le hago. El rostro de mi hija es demasiado porque no es fácil estar delante de ella porque me gana en la mirada, ella es la que me ve y yo no puedo dejar de gesticular porque me gana lo que siento por ella y no puedo soltarme a berrear, entonces tengo que mezclar una actuación que me presente como fuerte, como que falta mucho por hacer y mucho por vivir como lo que somos, padre e hija. Ayer mismo llegué a su casa a desayunar. Me pidió tamales con bolillo y llevé dos bolillos y cuatro tamales. Cuando entré de la calle le dije: -ya vine, a desayunar- y escuché desde su recámara la voz de su novio y me preocupó porque no traje bolillo para él. Uno para ella y uno para mi. Desayunamos y no faltó pan pero me dio una imagen: acarició con protección, adoración y respeto la nariz de su pareja y no sé que cara hice. Me gustaría haberme visto porque nadie me vio.

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Diez.

Tomó el texto filosófico por enésima vez y abrió ahí donde varios papelillos adhesivos indicaban una atención especial. El excesivo subrayado iluminaba el famoso pasaje oscuro. El atributo le fascinaba. Era un reto y sabía que lo escalaría y que podía marcar el proceso de comprensión de la frase. A su edad su capital cognoscitivo ya recogía las escuelas críticas y epistemológicas. Se sentía fuerte y podría regresar al texto ese de la trascendentalidad donde tantos se habían atorado. Fundado tesis o no, había logrado la posición de oblicuidad necesaria para observar la roca a pulverizar: se expondría ante la gran frase. Había pasado la crisis de la separación final; su exnoviecita podría con su carga esa de liberarse del patán que la golpeaba, ella tan instruida y afecta a los extremos de la sumisión por la fuerza masculina en la cama. Cosa de ella desprenderse de la adicción. Él a lo suyo: exhibirse ante el gran pasaje filosófico. El hecho de que tal pasaje hubiera sido elaborado hace más de doscientos años, mediante una inconmensurable puja metódica, física y gracias a una disciplina de hábitos cortos, los extremadamente necesarios, lo había llevado a imitar lo que él llamaba estilos de concentración. La cosa de la tracendentalidad tenía que resolverse y el paso por la comprensión de la imposibilidad de conocer la cosa en sí, tenía que prefigurarse con cierto elenco de fenómenos, aunque el problema Noemí aparecía recurrentemente ante él como la parte de una secuencia de acontecimientos que estaban adheridos a la necesidad de la brevísima mujer, como el hecho de preferir hombres rudos que la hicieran sentir físicamente inferior. Todo eso era uno: los hombres así, ella, y él como el espectador, el que había fracasado en el intento de satisfacerla con rudeza simulada, los fenómenos eran un flujo, la inteligencia los unía, les otorgaba vínculo. No, no comprendía hasta que tuvo una solución intelectual ya dada: incorporar al mundo, al yo, a la metafísica, a esta suma, a ella misma, llamándola: la imposibilidad de conocimiento y el fabuloso rodeo. Ella, la imposibilidad de entender el por qué se allega a tales recurrencias como ese hombre. La ilusión trascendental, el tener la estima de la unidad de la conciencia mediante la acepción de las imposibilidades. Es cierto, Dios no se conoce, ni la cosa en sí y, ella, lo que era ella, tampoco. Buen principio, buen ejemplo y buen final.

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Nueve.

¿No siempre había sido visto con prisas? ¿Ahora qué le pasa al apoyarse así contra un enorme edificio de una enorme unidad habitacional donde cientos a esas horas de la mañana pasan corriendo con la cosa en la cabeza de que se hace tarde? ¿Estaba percibiendo las condiciones de hacinamiento, suciedad y alta velocidad de la ciudad donde reside? ¿Tenía un acceso de cuestionamientos propio de los depresivos en donde nuevamente, como si eso fuera un producto estético, se preguntaba sobre el contraste entre ello que es él y las prisas de todo lo demás como si eso conformara un relato de texturas? ¿Estas eran las preguntas que me gustaría que se hicieran de mí? ¿No puedo sin más disfrutar del poder de preferir el reposo, ir en revés de las prisas de siempre, contemplar lo visible sin las ansias de su descripción, empezar tarde y gozar de mi lentitud respirando fósiles? Me gustaría preferir la necesidad de no estarme preguntando cosas y sentarme como aquel otro señor que visiblemente no genera preguntas y sólo ve y me ha visto sin más.

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Ocho.

Apoya la nuca contra la pared. Le alegra no tener cabecera. Abre las piernas para abarcar el todo de la cama y se sube la cobija blanca hasta el borde de los labios y ya está, acaba de acostarse. Mete las manos entre sus nalgas y el colchón para que el peso las adormezca y sentir la seguridad de que tiene las manos atrapadas. Sabe que no hay nada enfrente, nada: así lo ha dispuesto. No quiere fotos, ni pinturas, ni libros o discos o computadora. Nada de máquinas. Ningún adorno en esta recámara que será pintada de blanco. Todo blanco para tener algo de presente que es suyo, muy, muy suyo.

dibujo del 30 mayo 09

una familia y lo que es uno

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Siete.

Me gusta en la tele. La verdad no pensé que su afición al cine la llevara a tan buen sueldo. Tiene una memoria de lujo. Su jetita de ratón lavado cuadra en el aparato. Explica bien las películas la flaca. Sus pequeñas tetas resplandecen cuando narra la sinopsis de una película de tetonas. ¿Qué pasará por su cabeza cuando ve porno duro o de esas películas intimistas cuando una mujer con facha púdica, pellizcándose un dedo hasta el dolor, describe que gusta de ser agredida mientras se viene?. Ah, que mija, recuerdo una borrachera cuando me explicó su amor a los objetos: un salero de una película rusa, una mesa carcomida de una sueca, las cocinas de las rumanas, los muros de una clásica alemana. Llorando, -seguro que no lo recordó al día siguiente-, se abrió y me dejó ver algo sexual, su destello. Me contó una escena: la forma en que una mujer, sobre el hombre, penetrada, ciega de placer, apoya su mano en la rodilla, la descubre y acaricia, sin perder el apoyo que permite una penetración eficaz, los dedos delgados, de una femineidad insoportable pasan sobre los vellos gruesos de la pierna del hombre. Entonces ya no sabes si goza más ese detalle de masculinidad, una pierna animal o la ocupación vaginal. Eso se me marcó. No, no se acordó de habérmelo dicho pero se abrió conmigo, ella tan modosita que se ve en la tele. Me la imagino caminando tan seria en la calle con demasiada luz de noche, disfrutando lo real de la ciudad infame y preciosa, mirar aprendido de tanto cine mientras puede sentir a la perfección la forma genital de su botón pulsátil, tumescente, su otra mejilla, como una fragilidad irreconocible, casi miserable, en contraste con su boca de labio fino, casi de hombre frío, ella el personaje helado mirado por mirada de cine, no de tele, muy lejos del ver sexual. Me gusta su imagen. Imposible de presentarse cinematográficamente. No, no es mi hija, así le digo.

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Seis.

A eso de las ocho de la mañana. Vapor de café y una banca de calle fría. Mucha gente haciendo lo mismo. Eso tranquiliza. Cincuenta años. Hombre. Reconozco que no soy de grandes batallas, aunque sí de grandes lecturas. Tengo en mi cabeza mucho quehacer y veo a mi vecina con una maquinilla donde ordena su agenda del día mientras le limpia los zapatos uno que me ve que la veo. Tengo una apretura de cráneo aunque me agrada la mezcla con olor de gasolinas sofisticadas y perfumes costosos y no sé que hacer con lo leído. Puedo describirte hasta el insulto y propiciar que desees degollar a mi puta madre por desgajarte en un puto instante. Veo tu rostro y sé de que pie cojeas. De hecho yo cojeo y traigo un enorme perro y estoy que me lleva la verga. Aunque ya me cansé de mi superioridad, ya me enfermé, ya releí y casi todo es odioso y sé esta es la mejor hora del día. Ahí está la vecina psicoanalista: se acomoda y se pierde y sopla a su café. Seguro quiere alzarse en sistema. Me encanta su rostro que no ha descubierto su propio límite. Tengo la ventaja que hace años llegué al mío y sé ver los límites de los demás. Sería buen psicólogo porque veo el culo de la gente con verle la jeta. Debería sentirme un poco mejor con esta habilidad. No soy un mal pintor aunque no me resigno a mi mediocridad. Debería, para gustar mejor de mi cafecito.

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Cinco.

Sí, ya pasaron más de diez años, ya es abuela, ya se cristalizó su divorcio, vive en su depa, con su hijo de treinta años muy bien la cosa. Presume su fortaleza con una foto que le manda a sus amigas en donde se ve, muy buena por cierto, toda la amargura transformada en dominio: carga a su nieto con unas manos poderosas, firmes, decisivas, irrebatibles, tensas, sosteniendo el mundo reciente como si no pesara; el pequeño acurrucado y protegido ante una bravura intrépida y letal, los brazos de músculo dibujado: una prolongación que mejor describe su carácter actual de lo que es su rostro donde se marcaron las huellas de la batalla perdida contra su padre que por cierto murió hace más de diez años.

El atentado al pacto social: el turno de la derecha mexicana.

El atentado al pacto social: el turno de la derecha mexicana.

tesis desde el resentimiento.

1.- La Nación, Morelos lo sentenció, tiene sentimientos. Es cierto, hay que entenderla como una entidad que tiene espíritu. Para devenir, como todo, manifiesta naturales conflictos. Cada uno puede fracturar su cohesión; cada uno, de no ser así, desplegar las actividades de la paz, también generadoras de conflictividad. La paz también tiene sus nocividades.

2.- Esa sentimentalidad nacional tendrá que forjarse de una vida emocional, supongo; una vida cuya conflictividad presenta espacios desconocidos para sí misma y reconocimientos poco explorados: la vida nacional se sostiene en una continentalidad mayor, su inconsciente, no el colectivo, sino el profundo que es uno.

3.- Grandes mentiras son la estructura del discurso nacional propio. Las grandes reiteraciones persisten aunque el pueblo todo festeje: la Independencia, la Reforma, la Revolución; es decir, ni independencia, ni respeto al derecho ajeno, ni justicia social: una paz para gente de negocios, pretextos para la fiesta, el chiste es beber.

4.- Lo patriarcal fue el absolutismo estatal que mantuvo en paz asesinando a miles en caliente y a millones tibiamente, es decir con un modelo social de equilibrios mórbidos; un modelo económico para experiencias extremas: la estupidez en la riqueza; la desesperanza en la pobreza y la ilusión en lo medio. No es cierto que México sería inexplicable sin Carlos Fuentes; sería inexplicable sin Pedro Páramo; se trata de dibujar difusamente lo ilimitado, lo inaprensible: el monto del conflicto, la batalla por las experiencias de la idiocia y lo absoluto. La pretendida preeminencia del falo que se disuelve en el tracto matriz. Por eso el nombre del Padre es nuestra Madre Superiora.

5.- La idiocia es todo aquello que imagina, haciéndolo real, que puede existir una experiencia de individualidad que valga sobre otra; lo absoluto es la experiencia de la pobreza que dota de humildad, es decir que pone en la tierra a todo en un mismo plano. La pugna de la irreal verticalidad contra la Real horizontalidad, así en mayúscula.

6.- Una Nación -¿será una lengua, un espacio o una dote imaginaria?-, con sentimientos se enferma, también, mentalmente. ¿Cómo se cura?, ¿cómo se sobrevive a sí misma?, ¿cómo se suicida?

7.- Si asumimos que la Nación está enferma mentalmente por eso de que su conflicto interno está a punto de enloquecerla, de violentarla contra sí misma o de perder alguno de sus signos vitales, lengua, espacio o mente, entonces habrá, como individuos que somos, que exacerbar nuestros sentidos para ejecutar movimientos de sobrevivencia.

8.- La conciencia nacional no está en el discurso político, ni en del poder, ni siquiera en las barras de entretenimiento, ni en los líderes de opinión de los medios de comunicación; no, eso es parte de las resistencias al reconocimiento; la conciencia nacional está en el habla de los individuos de la horizontalidad, que se sepa escuchar es otra cosa.

9.- La enfermedad nacional, una vez reconocida, está en la emergencia y prevalencia de los rasgos fascistas, ahora en el turno del gobierno (no del Estado), de la derecha. Una vez en el poder serán los encargados de catalizar las ansias de autodestrucción, de ahí que la apariencia militar domine las apetencias de seducción y persuasión violenta. No es tiempo de imágenes; ahí esta el crecimiento de la movilización social y es sobre ella que la resistencia negra habrá de negar como deseo.

10.- La izquierda parlamentaria en México está deprimida, aún deprimida en su propia pugna por librarse de su propia psicología. Cuando el dinero arrastra lo imaginario de la clase partidaria de izquierda, no es que esté mal, es que está castrada; porque ser humilde, horizontal, es ser ahí; y ser ahí es ininteligible para la verticalidad que se desplaza en resarcimientos de clase y se vehiculiza en tratados que tratan, en el fondo, sobre la envidia; por eso se reitera, es Pedro Páramo. La literatura también tiene sus tecnocracias: La case media no habla, pregona.

11.- Aunque el ascenso de la apariencia armada en el campo nacional, sea institucional, sea en los dividendos televisados, sea de juego, sea de producir una variable de miles de muertos, expresa una patología; las armas siempre lo serán, aunque sea normal y sean objeto de culto, eso es nadería. Aunque, eso sí, las patologías son elementos de construcción.

12.- La crisis mundial no es del sentimiento nacional porque en la experiencia dominante del país, la pobreza, se resiste. Por eso los medios, siempre incompletos, alertan para no tener miedo por la crisis que es el caldo nutricio de la verticalidad, de la religión del dinero; por eso las manifestaciones para más seguridad, siempre la pulsión dominante de los negocios bajo auspicio.

13.- A pesar de que la crisis mundial neoliberal ahora se apoya en la dádiva del Estado en un pase ridículo, edípico, -antes intolerable para los magos de la libertad del mercado- el nombre del padre, el Estado, se reivindica ahora desde el mismísimo polo de la analidad del dinero.

14.- Por eso, en México, en esta idiocia de la derecha, los errores están de plácemes y el inconsciente nacional está por reivindicarse pese a los analistas de clase media que se desdijeron de su origen y apostaron por la luz artificial. Los sentimientos de la Nación son incognoscibles y sí, hay miedo, pero más miedo de los que entienden resistencia en sala de estar.

15.- Todo está en proceso y la inercia es la fuerza de que definirá ciertos y tempranos futuros. Bendita imprevisibilidad: un rozón generará las verdaderas luces de la ciudad, las indeseadas.

16.- Los verticales, los ricos, no son malos, están en su papel de miseria espiritual, son los verdaderos, poquísimos pobres.

17.- No hay necesidad de invitar a leer Pedro Páramo; siempre ha estado ahí, a pesar de la mediación de Rulfo. Es más, si no se lee mejor, no importa, en realidad no importa nada. Lean a Fuentes, recréense.

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Cuatro.

Cada vez le gusta más esa mujer pero ahora con los matices reales, los que ofrece un rostro que ya no es querido y que deja ver que el odio que le traía a su padre no era mas que una cagante dependencia; su quesque adicción a una soledad gótica transformada en un hijo atestado (futuro adicto) de los consejos maternos de Internet. El rostro que agradaba, ahora desmadejado, malfingiendo que tiene una relación estable de buenas cogidas, de esas donde las parejas se respetan y recuerdan sus cumpleaños. Muy seria como si toda esa mendicidad valiera la pena. Ni modo, quisiera verla pasar: gorda, muuuy gorda poniendo por delante al bodoque de hijo que tiene cara de clasemediero siempre de izquierda. Me encantaría toparme con ella, decirle algo conmovedor para que la amistad continuara y yo disfrute el cómo cuajó ella en lo real. De esa gente imprescindible que de tanto odio te fascina, sobre todo por el modito que te echó de su vida por no ser el pendejo que ella necesitaba.

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Tres.

El chiste es que logre mostrar al lector que puedo abofetearlo mostrando una espiral de emoción que deje asomar un destello de delicadeza un tanto inteligente, un tanto inesperado; que sienta la ventaja que posee frente al personaje descrito, casi sin importar la situación aunque esté maravillosamente sintetizada, incluso con rasgos de belleza; sin embargo, en el despliegue puede que no encuentre el intersticio que me permita sentir con la seguridad de haber logrado algo; entonces la tarea es opacar el fracaso apoyándome en frases contundentes, una descripción grotesca o un ardid de esos que nunca faltan. Lo bueno que lectores atentos los hay pocos. Incluso puedo eludir y hacerlos enojar dejando ver que lo que fracasó fue su lectura pero tratando, inmediatamente, de recuperarlos al momento siguiente con una generalización de filosofía contemporánea, casi periodística, eso gusta. El lector es insoportable pero no hay de otra.